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Otro jueves más en la oficina

El día ha empezado con normalidad, como cualquier otro jueves de febrero: ha sonado la alarma a las seis y media de la mañana, he ido al baño, me he aseado, me he quitado el pijama y me he vestido según lo que más o menos se considera adecuado para trabajar, he desayunado un café, una naranja y un pan tostado, he bajado a la calle y he caminado unos diez minutos hasta la parada de autobús que tomo cada mañana y que me deja en la puerta de mi oficina. Una vez en la puerta, me he colgado mi tarjeta de empleado al cuello, la he pasado por el torno que se abre cuando detecta que eres una persona con derecho a entrar por poseer dicha tarjeta y me he ido a sentarme al espacio que tengo reservado para trabajar.

El sitio donde trabajo cada día no es muy grande y cuenta con una mesa de color gris, una pantalla, un teclado, un ratón y un montón de cables que utilizo para conectar mi ordenador portátil cuando llego, tal y como he hecho hoy y otras cientas mañanas. La silla es más o menos del mismo tono de gris, pero afortunadamente está acolchada -afortunadamente porque no todas lo están- y permite reclinarse. Pero, por lo demás, es todo muy uniformado. Tanto, que mi puesto no se diferencia, apenas, de los otros miles de puestos que hay en este mismo edificio. Decir que hay miles quizás sea exageración, aunque sí que creo que llegamos al millar según me dijeron al principio de empezar a trabajar aquí.

De una forma más o menos ordenada, a las dos de la tarde prácticamente todos los que estábamos aquí trabajando nos hemos levantado de nuestros sitios y hemos ido al comedor, que es un espacio enorme, formado por mesas larguísimas que tienen a su alrededor sillas más o menos equiespaciadas, donde también, más o menos, tenemos un espacio asignado -digo más o menos porque nadie te lo asigna, pero me acaba sentando siempre con las mismas personas y en los mismos sitios todas las mañanas- y a donde acudimos con una bandeja con comida que hemos podido elegir entre tres platos entrantes, tres platos segundos y tres postres, que la empresa pone a nuestra disposición.

Finalizada la hora de descanso a la que tenemos derecho para comer y relajarnos, he regresado a mi espacio habitual de trabajo para seguir con mis tareas rutinarias y, finalmente, a eso de las seis de la tarde, como el resto de mis compañeros, he salido del edificio para coger el mismo autobús que me deja cerca de mi casa en el sentido opuesto a cuando lo cogí esta mañana.

Cuando he llegado a casa, como tantísimos otros días, he saludado de forma general y me he acercado a la habitación de mis hijas para ver qué estaban haciendo y estar con ellas un rato.

-¡Papá, estás loco!-me dijo interrumpiéndome la mayor cuando yo estaba preguntándole cómo le había ido el día en el colegio-Qué ruidos haces.

De repente, mientras su hermana decía eso, la pequeña se echaba a reír y llamó a su madre:

-¡Mamá, mamá, papá está muy loco!-decía provocando la risa también en su hermana, mientras yo no entendía qué estaba pasando.

Como en tantas otras tardes, su madre, absorta en sus lecturas y pensando que era un juego más entre un padre y sus hijas, no le ha dado importancia, hasta que al rato he ido a verla.

-¡Mira que eres pavo!-me contestó cuando aparecí en el salón-¿qué tal te ha ido el día?-me preguntó cariñosamente.-Ya…, en serio, anda, habla normal-me dijo tras mi primera frase.-En serio, ¿qué tal? ¿Cansado, como siempre?

Yo proseguí mi narración, pero ella volvió a interrumpirme diciendo que ya no tenía ninguna gracia y que dejara de mugir o balar, o lo que narices estuviera haciendo y a decirme que parecía tonto llevando siempre la broma hasta tan lejos. Sin embargo, yo no entendía nada de lo que me decía, porque estaba convencido de que estaba narrando lo tedioso que se había vuelto inesperadamente nuestro nuevo proyecto. Al ver que yo me alteraba y que no nos entendíamos, ella me explicó que debía ir al médico. Es como si hubieras perdido el habla, ¿no te das cuenta? Pero en mi cabeza todo estaba correctamente.

Mi mujer, mucho más centrada y resuelta que yo en esos instantes, ha tirado de mí y de las niñas para meternos a los cuatro en el coche, con el que hemos ido a casa de mis suegros a dejar a las niñas y de allí al hospital.

Es por eso que son cerca de las once de la noche, acabamos de salir de urgencias y una doctora amablemente me ha explicado que después de un TAC y varias pruebas que no llego a entender muy bien en qué consisten, han llegado a la conclusión de que tengo cuerpo de humano, pero que mi alma es de bovino estabulado y que debo cambiar de profesión. Mañana mismo echo mi currículo en Puleva.

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