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Después del sueño

Nunca antes había tenido problemas para dormir. Nunca. Cada noche me iba a la cama e independientemente de todo lo acontecido desde la salida del sol hasta su despedida, al poco de tumbarme sobre mi colchón y arroparme —aunque fuera verano e hiciera un calor insoportable— caía completamente rendido y dormía de un tirón hasta que sonaba el despertador o hasta que yo mismo me despertaba tranquilamente los fines de semana. Era, para muchos, increíble mi facilidad para estar ocho o más horas inmutable por mucho ruido, luz o cualquier otra cosa que pudiera intentar perturbarme. Nada me molestaba. De hecho, siempre he pensado que si alguien, en mitad de la noche, entra en mi casa a robar y remueve cada una de mis pertenencias, yo no me enteraría, sin necesidad de que fuera tan silencioso como un gato.

Pero eso se acabó. Llevo varios días durmiendo profundamente hasta que a cierta hora de la madrugada, de repente, me veo forzado a despertarme. Además, lo hago totalmente tranquilo y feliz, pese a lo que pudiera parecer lógico —no es que yo sea un ser muy gruñón o malhumorado, pero tampoco conozco a nadie que siendo despertado en mitad de la noche, o casi al amanecer, se lo tome bien, ni siquiera con tranquilidad—.

Porque desde hace unas cuantas noches, a cierta hora de la madrugada, el trino de un pájaro me despierta puntualmente sin que yo pueda remediarlo. Es cierto que, desde que llegó la primavera, duermo, o procuro hacerlo, con las ventanas abiertas, pero aun probando a cerrarlas, el canto me empuja a levantarme como un resorte. Al principio, no obstante, cuando sonaba, no llegaba a levantarme; tan solo abría los ojos e iba recobrando la conciencia con la dulce sinfonía. Sin embargo, a medida que pasan los días y que el amanecer llega antes, el hecho de ver ya los primeros rayos del alba, me ha ido invitando a levantarme de la cama.

El canto es melódico, dura unos pocos minutos y, si no me equivoco, es siempre el mismo. Con sus mismas notas, mismo orden, en fin, mismo todo, pero no entiendo de música ni de sonoridad. Los primeros días que me levanté, me sentaba en el borde de la cama o cogía una silla y me sentaba junto a la ventana con sumo cuidado, hinchando mis pulmones con la fresca brisa madrugadora y dejando que cada nota del pequeño concierto llenara mi cabeza hasta ahogar mis pensamientos e insuflarme, así, la energía que necesito en mi rutina diaria. Cuando acababa el canto, esos primeros días, también intentaba meterme de nuevo en la cama otra vez y retomar el sueño. Pero he decidido que es mejor aprovechar las horas extra que me concede ese tierno pájaro que acude a mi ventana cada mañana.

Transcurridos unas mañanas, fui ganando confianza con el propio pájaro. Parecía que él mismo recitaba con el único propósito de ser por mí escuchado, pues no se molestaba, o eso me parecía, al moverme yo, o al colocar la silla y escuchar.

Acabé asomándome poco a poco apoyando mis brazos en el alféizar completamente embelesado por su canto.

Era cada día idéntico, o muy parecido, pero para mí era una experiencia única, un fuerte empujón hacia mis labores y la alegría con la que me acostaba cada noche deseando que llegara esa hora, que, por cierto, nunca sabré cuál era porque no miraba ni el reloj ni el despertador en ningún momento.

La idea de que exclusivamente cantaba para que yo lo escuchara porque en alguna ocasión, yo creo que estando ya acostumbrado a la hora, me despertaba bajo mi propio impulso, sin haber escuchado nada, y cuando me asomaba para intentar ver de dónde procedía el pájaro, instantáneamente comenzaba el canto y no llegué a ver en ningún momento al ave surcando el cielo.

Hasta que un día dejé la ventana cerrada porque deseaba tratar de dormir toda la noche sabiendo que mi día iba a ser largo, con varias reuniones importantes y un viaje de ida y vuelta a las oficinas de unos clientes de una provincia algo lejana a la mía. Entonces, esa noche no me despertó el canto como de costumbre, sino unos toques en el cristal de mi ventana.

Asustando, me sobresalté y me levanté sin saber qué pasaba realmente. Fue cuando miré hacia la ventana cuando vi a un pequeño gorrión de color pardo y pecho gris prácticamente níveo que me miraba, aparentemente inquieto. Nuestras miradas se cruzaron un instante, en el que yo asentí, indicando que ya estaba listo para oír su trino y acto seguido él, aunque luego descubriría que era ella, comenzó su recital diario con el que yo me llevaba maravillando tantas madrugadas, tantos amaneceres.

No sé si por la cercanía, pues seguía allí junto a mí, o por qué, ese día comprendí que sí, que cantaba por y para mí y comencé a entender que las bellas y rítmicas notas que me estaban despertando eran, en realidad, un llamamiento para coger cualquiera de sus —tus— alas y salir juntos volando de allí rumbo a aquellos lares donde nada ni nadie importa, allí donde podría gritar tu nombre sin descanso, beber de frescas aguas de ríos y manantiales y acariciar el viento en nuestro paso.

Pero obviamente no me atreví y tú has desaparecido, ya nadie me llama cada mañana y yo sigo despertándome pensando en que hoy sí me atrevería, que hoy no dejaría que acabaras tu canción diciendo adiós, Britaldo.

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