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Mi sueño II


La última vez que soñé contigo éramos dos pequeños gorriones que volaban juntos para luego ir cada uno por su lado, aunque tú ya no te acuerdes de ello. Hoy, en mi sueño, hacías el camino inverso: aparecías sin que yo te esperara, volvías a mí sin ningún tipo de sentido, sólo como el fruto de lo que verdaderamente tengo dentro de mí. Todo transcurría extrañamente, sin ni siquiera quererlo yo. No sé muy bien por qué, alguien me decía que una señora, cuyo nombre no quise saber, estaba teniendo una relación extramatrimonial y me pedía el favor de averiguar si eso era cierto o sólo habladurías.


Para descubrirlo, como no soy investigador privado, ni tengo dotes de ello, deducía que la mejor manera de entender qué estaba ocurriendo realmente era ascender el monte más cercano a la ciudad en donde vivo, tampoco muy alto -tan solo lo suficiente para poder verla con cierta perspectiva en su totalidad-, y desde allí, oteando el horizonte, comprobar dónde podría encontrarse dicha mujer en aquel momento.

El ascenso era entre los robustos olivos y las fuertes encinas que pueblan la colina. La encaraba, no obstante, rodeándola, haciendo que la subida fuera lenta y aburrida. En otro tiempo hubiera disfrutado enórmemente del paisaje, la vegetación y cualquier animalillo que por allí corriera, pero en mi sueño tenía claro que la misión era prioritaria y que debía entregarme a ella a conciencia. De hecho, recuerdo mirar a un lado y a otro para ver qué paso dar, dónde poner el pie y no tropezar, pero ni un segundo pensaba en verte a ti, gorrión de miel, Princesa de los Cielos, porque sabía que no ibas a perder tampoco tú el tiempo en dejar que te abistara, ni tan solo un fugaz segundo. Y al llegar a la cima, allí estaba la Ciudad de Piedra, bella como ella sola, con su portentosa catedral gótica apuntando al cielo y defendida por el imperial Alcazar, tu digna morada.


Lo que en la realidad hubiera sido completamente absurdo, yo lo convertía en completamente lógico pues sacaba unos prismáticos y vigilaba las calles y tejados de la ciudad buscando una pista que delatara la presencia que andaba buscando. Por increíble que parezca, después de un rato vigilando inutilmente, ante mí asomaba una casa en cuyo patio trasero había una piscina y, alrededor de la cual, podía ver un grupo numeroso de personas en aparente humor de fiesta. Entonces, mi cabeza deducía que allí, en esa fiesta, debía de encontrarse la persona que yo andaba buscando a la sombra de una encina.

Descendía la montaña rápidamente y me adentraba a paso firme y veloz entre las calles de la ciudad, recorriéndola como si fuera un circuito de carreras para llegar lo antes posible a la casa donde suponía encontraría mi recompensa.


Al llegar a aquella casa, como era de esperar, yo no era autorizado a entrar y me limitaba a intentar ver algo por las ventanas y pegando saltos junto al muro que bordeaba el patio. Pero era un sinsentido porque no lograba mi propósito.

Frustrado, cuando ya pensaba abandonar mi empresa y estaba convencido de que necesitaba utilizar métodos mejores que ese para encontrar a la persona que buscaba, lo cual también me llevaba a pensar si reconocerla entre los asistentes a la fiesta supondría prueba de algo, me iba alejando cuando una mujer muy elegante, me chistaba llamando mi atención. Volvía hacia la casa, de donde salía ella, para ver por qué me llamaba.


- ¿Quieres algo, muchacho? -me preguntaba en tono agresivo- Te estamos viendo pegar botes alrededor de la casa y nos hemos preguntado qué es lo que pasa.


Hablaba con ella y le explicaba la situación porque no me daba tiempo a improvisar una historia que tuviera algo de credibilidad, y gracias a ser un sueño, ya más calmada, me dejaba entrar a buscar a la señora que tenía que vigilar.

Una vez dentro, en la piscina, disipaba mis dudas, pues allí no estaba la persona que yo buscaba, pero sí que encontraba a un antiguo compañero de clase cuya amistad parecía inquebrantable otrora, pero que hoy no es más que un conocido más.

En fin, me acercaba a él, lo saludaba y empezábamos a hablar recostados sobre el césped. Al principio, como en todas las conversaciones, esta era un muermo, una sucesión de lugares comunes. Sin embargo, pronto él se tornaba pálido, se empezaba a poner nervioso y yo no sabía cómo reaccionar. Casi instantáneamente empezaba a balbucear y yo no entendía muy bien qué decía. Yo le zarandeaba buscando una reacción, pero seguía igual. De repente, acercaba mi oído a su boca y como un último aliento de vida susurraba cada sílaba de tu nombre y me decía: “Ella es la solución que buscas”. Entonces, notaba que el cuerpo de mi amigo dejaba de sostenerse por sí solo y caía a plomo al suelo, aparentemente muerto.


Asustado me retiraba y su cara ya no era su cara; su cara tenía mi rostro, tal y como me veo ahora mismo en el espejo al levantarme.


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