top of page
Para estar al día del blog: 

Mi sueño

  • Reiniciando Relatos
  • 12 ene 2021
  • 5 Min. de lectura

Cuando sueño, la mayoría de veces me acuerdo perfectamente de lo que he soñado. Generalmente, al menos, de la gran parte de ellos, o quizás esa es la sensación que a mí me da. Aunque tampoco puedo negar que en un número no desdeñable de ocasiones me acuerdo de prácticamente todo, pero mi imaginación reconstruye partes inconexas en el momento de volver a ellos, de intentar narrar, para mí siempre, lo que en ellos he vivido. Esa es la razón para deducir que suelo soñar con hechos muy extraños, muy extravagantes. Son mayoría las ocasiones en las que me levanto y creo haber soñado que tengo superpoderes, o que soy muy amigo de un famoso, o que vivo en un mundo donde las tareas cotidianas se resuelven con hechizos; también hay días que recuerdo por la mañana ser un jugador muy habilidoso de fútbol, o una eminencia científica, pero en no pocas tampoco convino dos de ellas o más sin ningún tipo de problemas. Es decir, lo mismo soy el sucesor de Maradona en la tierra, que mi padre es Ben Affleck y vuelvo a casa volando después de marcar tres goles en la final de la Liga. Siendo así, no recuerdo que haya soñado cosas normales o típicas como poner la colada o ir a trabajar.

Debido a ello, cuando hoy me he levantado y me he dado cuenta de que me había pasado toda la noche soñado contigo he sentido un dolor terrible, y la angustia me recorría montada en una montaña rusa con inicio en mi estómago y punto álgido en mi cabeza, oprimiéndome a su paso los pulmones y dejando calor y ásperas grietas en mi corazón al frenar en el descenso; porque eso significaba que no era real, que estabas muy fuera de mi alcance y que vives en el mismo plano de fantasía que el famoso mago de las gafas y la cicatriz en la frente.

He soñado que te conocía desde que eras bien pequeña, desde la guardería del colegio. En mi sueño, tú y yo éramos estupendos amigos desde la infancia: dos niños inocentes y risueños que se pasaban la niñez jugando en el patio del colegio, hablando, contándonos todos nuestros problemas, por ridículos que pudieran parecer a esa temprana edad; creando nuestras propias reglas en el aula, compartiendo siempre pupitre, pintarrajeándonos la cara y las manos y respondiendo que somos amigos cuando los compañeros, o los propios padres insinuaran que éramos novios a pesar de lo estúpido que supondría con cuatro o cinco años. Recuerdo que en mi sueño, te aferrabas a mi cuerpo enclenque pero rollizo y me pedías que te cogiera de la mano porque si no, no podrías dormir cuando nos mandaban echar la siesta.

Como en la vida, en mi sueño también crecíamos, íbamos pasando de curso y cada vez tú y yo estábamos más unidos, como dos piezas contiguas en un puzzle. Sin embargo, debe de haber un momento de esta noche donde he sufrido una elipsis y nos he visto ya de preadolescentes, comiendo el bocadillo en el patio, vestidos yo qué sé cómo, con ropas muy absurdas, pese a que con toda seguridad sería lo que lleváramos en aquél entonces. Claro que, ojalá hubiera sabido qué vestías entonces. De alguna forma u otra, nuestra confianza mutua se había fortalecido todavía más, pero tú me pedías expandir nuestro círculo de amistades y yo aceptaba, claro, aun sabiendo que sería, egoístamente, tenerte que compartir con más personas. Porque en mi sueño no había momento que aborreciese contigo, no me cansaba de contarte cosas, o de estar junto a ti sin hacer nada, mirando cómo desfilaban las nubes por el cielo o de jugar contigo a adivinar quién iría dentro de los aviones que dejaban sus estelas encima de nosotros. Entonces, lógicamente, tú ibas cambiando, o quizás era yo, quién sabe. No obstante, no nos culpo, pero al fin nos empezábamos lentamente a distanciar. Era inevitable. Tanto que tú acabaste tus días de instituto con un grupo de amigas que poco tenían que ver conmigo y yo pretendía tener mi grupo propio.

De repente mi vida se iba a negro y yo no veía nada, tan solo vivía rodeado de mis propios pensamientos que iban y venían chocando contra mí. Me hacían creer que de verdad te odiaba, que eras una persona insufrible y caprichosa, que eras repugnante, cuando en realidad no podía parar de pensar en ti e iba a ciegas, dando tumbos buscándote por las calles, por los bares donde otros me habían dicho que te habían visto, pero sólo para hacerme el encontradizo. Todo por no saber reconocer que lo que nació como una amistad robusta y pura se había convertido en enamoramiento enloquecido por mi parte. He sentido que mi pesadilla duraba años hasta que, por fin y en realidad sin hacerlo a propósito, tú y yo chocábamos en mitad de una calle bastante ancha. Ibas vestida con un precioso vestido blanco que dejaban apreciar tus preciosas e infinitas piernas y tu melena ondeaba al aire engullendo todo lo demás y haciendo que perdiese el control de mis sentidos.

Al volver a estar frente a ti, volvía la nitidez a las imágenes. Sin embargo, yo, que soy imbécil, rehuía saludarte, me transformaba en una roca dura y gris. Tú, que eres de personalidad inmaculada te revolvías, me gritabas y gracias a ello me hacías reconocer mi error.

Aunque poco a poco, yo volvía a hablar contigo. Primero por mensajes en el teléfono, luego cara a cara y tras un largo periodo de tiempo mi tímida personalidad rompía la barrera del sonido para confesarte lo que realmente sentía. Lógicamente de nuevo, yo tenía que quedarme con las ganas y me alejaba andando y sollozando a casa.

En mi camino de regreso, fijándome en los árboles que poblaban las aceras me fijaba en dos pequeños gorriones que se piaban en una rama desnudada por el otoño, que repentinamente, saltaban de ésta y echaban a volar haciendo una coreografía que tejía ochos en su ascenso y que parecían darse besos al unir cada lazada en una de las demostraciones de amor, o así lo entendía yo, más bonitas que he visto jamás. En un instante, yo pestañeaba y uno de los gorriones venía hacia mí y al estirar mi brazo, se posaba en mi mano, en el centro de la palma y me miraba con interés. De hecho, llegaba un momento en el que pensaba que me sonreía grácilmente y me lo he acercado a mis propios ojos sin que se haya espantado. Al verle más de cerca he visto con claridad tu cara en la suya y en tus pequeños, pero magníficos ojos marrones encendidos como fuego incandescente, he visto mi diminuto reflejo, el de la persona más feliz del mundo. Cuando me he querido dar cuenta, mis dedos y mis brazos se iban llenando de plumas pardas, negras y grises y mi nariz dejaba caer mis gafas porque se fusionaba con mi boca en un pequeño pico, mientras mis piernas se convertían en robustas y finas patas. En ese momento tú y yo volábamos juntos.

 
 
 

Comments


Recent Posts
Search By Tags
Follow Us
  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • Google Classic

¡SÍGUEME y COMPARTE! 

  • Facebook Classic
  • Twitter Classic

© 2016 Pablo Merino Prota Creado coh Wix.com

bottom of page