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La escalera

  • Reiniciando Relatos
  • 9 nov 2020
  • 5 Min. de lectura

Vivir en un cuarto piso sin ascensor tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero también tiene otras facetas que en realidad no importan ni para bien ni para mal. Antes, por ejemplo, vivía en un edificio con ascensor y cuando lo comparo noto diferencias, unas veces obvias y otras no tanto. Puede que, incluso, estas últimas sean simples problemas de apreciación o un sesgo subjetivo de la realidad, aunque me parece que me cruzo o coincido más con los vecinos. Antes prácticamente no sabía nada de quien vivía en el apartamento contiguo y ahora creo tener localizados los vecinos de los trece que hay en mi edificio.

De subir y bajar escalones uno va conociendo también los hábitos diarios de sus vecinos: las horas a las que van a la compra, la hora a la que sacan a pasear al perro, qué tipo de cocina les gusta, si son de poner la televisión o encender la radio… Dentro de casa uno no alcanza a tener tantos conocimientos. Porque a pesar de que haya momentos en los que uno puede escuchar qué hacen sus vecinos, solamente se oye a aquéllos más cercanos, el contiguo o al inmediatamente superior o inferior, y al estar a mis propios asuntos me es más complicado percatarme. Sin embargo, escalón a escalón el contacto es más prolongado y directo. Escalón a escalón percibes otros ruidos, se escuchan las voces con más nitidez, se captan olores, pasos, en fin, acabas hasta sabiendo o intuyendo qué van a comer o si han puesto a funcionar la cafetera. A veces llegas a escuchar fragmentos de conversaciones, en ocasiones banales y en ocasiones desvelan lo suficiente para conocer gustos o sentimientos políticos: los que viven en el primero C son muy del Atlético, la mujer del segundo B grita a la televisión como si hablaran con ella, y los del tercero A son de especiar mucho la comida, por poner unos ejemplos.

La vecina del segundo A debe de estar obsesionada con la limpieza. Bueno, no sé si se dedica todo el día a fregar, limpiar cristales, pasar la mopa o limpiar la campana extractora porque no la veo, pero muy a menudo, casi cada vez que paso por el hueco de la escalera en el trozo que da a una de sus paredes oigo nítidamente que está pasando la aspiradora. Da igual el momento del día. Ya puedo estar volviendo de trabajar o yendo a hacer la compra o saliendo a correr. No obstante, o mucho me equivoco, o siendo su piso de un tamaño similar al mío, no veo tanta necesidad de pasar la aspiradora y de ahí mi deducción. Además, creo que su manía se está haciendo cada vez más importante porque de un tiempo a esta parte no hay momento del día en el que subiendo o bajando por la escalera no la escuche. Me parece extraño.

Sin ir más lejos, hoy, que llevo un día muy ajetreado y no paro de subir y bajar no he parado de oír la aspiradora cada vez que pasaba por su piso. De hecho, he llegado a pensar si no sería algún otro vecino de un piso cercano, el de arriba o el de al lado, y que el ruido de la aspiradora se me estuviera mezclando en mi cabeza de tal forma que yo mismo me estuviera obsesionando con ella y lo achacara todo el rato por error al segundo A, pero que en realidad fuera de otro sitio. Otra opción que he contemplado ha sido que estuviera únicamente en mi imaginación y que, en realidad, no estuviera oyendo ninguna aspiradora. ¿Y si era un zumbido en mi oído? Por eso, finalmente he parado en el segundo piso y me he acercado a escuchar a través de la puerta. Sé que no debo hacer este tipo de cosas; no me concierne y es poco educado.

Tras un rato escuchando detrás de la puerta he salido de dudas porque claramente la aspiradora iba y venía por el interior del piso ya que yo oía diferentes intensidades y se apreciaba movimiento y choques contra muebles. Me he quedado más tranquilo y he regresado a mi piso.

Pero ahora, por la noche, cuando iba a encontrarme con mis amigos para cenar, he vuelto a escuchar la aspiradora por el hueco de la escalera y me he asustado. Me ha parecido demasiado raro que nadie siga pasando la aspiradora después de todo el día y continúe a las nueve de la noche. De nuevo, me he detenido y he caminado hacia su puerta.

Al prestar más atención, con mi oreja izquierda pegada sobre la madera, he notado que la puerta estaba sucia, llena de polvo. Esto no es normal, o supongo que lo será para la mayoría de las personas, pero desentonaba con alguien que se pasa el día limpiando. Sorprendido, he seguido escuchando un rato hasta que asustando he tenido que separarme unos segundos. Por mi nariz he captado un olor raro, aunque ligero, me parecía un hedor similar al de una bolsa de patatas fritas cuando se han quedado mucho tiempo al sol y se han quedado rancias. ¿Era posible o sólo una percepción equivocada? Otra vez la misma pregunta. Entonces he decidido llamar al timbre y he aporreado la puerta miedoso ante la posibilidad de que mi vecina no se encontrara bien, o peor, que estuviera muerta.

Como no respondía y sin estar seguro de lo que hacía, me he echado para atrás para coger impulso y abatir la puerta. Esa era mi intención, imitando lo que veo en las películas, pero me ha sido imposible; se ve que es parte de la ficción. O no estoy tan fuerte como me creo.

En fin, el golpetazo ha debido de alarmar al vecino del segundo B, que asustado ha aparecido y me ha preguntado qué ocurría. Al instante también ha salido al descansillo su mujer, todavía en bata y pijama como él. Me ha costado explicarles lo que ocurría entre la confusión, sus interrupciones y sus gritos demandando cordura, aunque cuando he conseguido dar una explicación completa ellos mismos han olfateado la puerta y han admitido lo sospechoso del asunto.

—Pues no nos habíamos dado cuenta.—ha comentado mi vecina Eva—Supongo que es por lo alta que tenemos la televisión—ha añadido quitando importancia al asunto y, a decir verdad, yo también he notado eso.

Al final, Juan Ignacio ha accedido a ayudarme a derribar la puerta. Entre los dos sí hemos podido abrirla lo suficiente para permitirnos el paso, pero sin llegar a tirarla abajo.

Tan rápido como hemos podido, los tres hemos pasado al interior donde sólo se escuchaba el ruido de la aspiradora y no había signos de Charo. Mi esperanza en ese momento que por el mismo ruido ella no se hubiera percatado. Sin embargo, un grito de Eva nos ha despejado las dudas. Por desgracia, Charo se encontraba en el salón tumbada en su sofá con los ojos fijos en el techo y con claros signos de haber fallecido hacía unos días.

No recuerdo bien nada de lo que pasó a partir de entonces entre los nervios y el estupor, pero sé que alguien llamó a la Policía que se presentó con una ambulancia y que sólo pudieron certificar su defunción. Llegué a olvidarme de mi cena.

De repente, mientras me fijaba en los movimientos acompasados de los encargados de mover su cuerpo para transportarlo a la morgue, y cuando me había olvidado del tema de la aspiradora debido al golpe emocional, algo me ha golpeado en el tobillo derecho y al bajar la cabeza hacia allí he resuelto lo que ocurría: ente mí ha aparecido una indolente Roomba que con toda seguridad llevaba días trabajando sin parar.

 
 
 

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