top of page
Para estar al día del blog: 

Irlanda

Hoy he soñado que viajaba a unas islas cercanas a la Calzada del Gigante en Irlanda. El paisaje era muy similar, con el verdor tan intenso que caracteriza a esa tierra y unas formaciones geológicas muy similares a la de la mencionada Calzada. Era un paraje de una belleza inmensurable, y donde cada golpe de mar contra las rocas me henchía los pulmones de un frescor puro y salino, como un perfume fruto de la mezcla del aroma de las olas y la densa hierba, tan fuerte que me transportaba directamente a un mundo de fantasía, mucho más limpio y salvaje que en el que vivo la mayoría del tiempo.


Como digo, en mi sueño, que por algún motivo sé que era una isla y no la propia Irlanda, todo estaba gobernado por rocas en formas geométricas que se erguían como columnas por encima del mar y contra las que rompían las olas atlánticas dejando diminutos charcos intermareales sobre ellas, haciendo que, por momentos, parezcan auténticos espejos, frente a escarpados acantilados de los que parecían brotar más columnas similares a punto de nacer. Por encima de ellos nacía el manto verde y a sus pies, la playa de columnas interrumpida ligeramente y de vez en cuando por zonas de pequeños guijarros.


Además, esta isla, al estar prácticamente deshabitada la mayor parte del año contaba con una fauna mucho más abundante que su hermana mayor y mientras las pequeñas gotas provenientes de las batientes olas humedecían mi cuerpo y empañaban mis gafas dejando surcos al desvanecerse dando textura a mis vidrios, podía apreciar todo tipo de aves cuyos nombres desconozco, volando, bailando de aquí para allá. Alguno se aproximó tanto a mí que pensé que quizás quería transmitirme algo. Y sí, obviamente reconocí gaviotas y cormoranes, pero poco más por culpa de mi desconocimiento. También vi cangrejos que aprovechaban las minúsculas piscinas naturales sobre las rocas para montarse un festín completamente indiferentes a mi presencia allí.


No obstante, el viento era frío y punzante y cada vez que soplaba parecía que te invitaba a marcharte de allí. Sinceramente lo entiendo, no era más que un forastero que estaba perturbando una paz milenaria por el simple deleite de la vista.


Sentado encima de un hexágono casi regular —yo nunca tuve la destreza de hacerlos tan perfectos con escuadra, cartabón y compás— pasó corriendo delante de mí una comadreja, o parecido a ello, con tonos más bien azulados en lugar de los que uno tiene en mente, recordándome uno de esos dibujos animados de la infancia en los que los animales podían tener las cualidades que el guionista deseara sin que fuera incongruente para la historia. Entonces, perplejo todavía y ensimismado, a punto del síndrome de Stendhal, a unos cuantos metros de la orilla, mucho más allá de donde me yo me atrevería a ir nadando, empezó el mar a burbujear y a removerse dando paso a una estructura emergente lentamente de color grisáceo y forma de cúpula. Tras el susto y la incomprensión, la masa naciente fue tomando forma definitiva de caparazón y unos pocos metros más cercanos a mí empezó a surgir lo que claramente era la cabeza de una tortuga gigante. Cuando se hubo puesto totalmente en pie tras alcanzar la orilla, pude comprobar cuál era mi idea de gigante, pues aunque aterrado por dentro, mi cabeza calculó que, aproximadamente, cada pata suya levantaba el caparazón unos dos metros, comparándolas desde la distancia con mi estatura, lo cual puede dar una idea de la inmensidad del resto del cuerpo.


Despavoridos desaparecieron de allí la mayoría de aves y me dejaron sólo frente aquella monstruosidad tan hermosa. No me sentía seguro y había dejado tras de mí la calma que otrora me acompañaba en esa misma isla, pero tampoco podía despegar. Asumí que si me iba a matar para engullirme poca oposición podría poner: iba completamente desarmado, no tenía ni un mísero palo, y por muy rápido que corriera la isla tenía límites. Tampoco tenía muchas opciones si me zambullía en el mar y comenzaba a nadar. ¿Qué era yo contra algo así? Como mejor opción vislumbraba trepar la Calzada e intentar ponerme a salvo en lo alto de un acantilado esperando que desde allí no pudiera cogerme o que no supiera trepar ni ser tan inteligente como para subir por el camino habilitado para otros viajeros como yo.


Sin embargo, cuando ya me veía completamente digerido, la propia tortuga como presa de una fuerza invisible comenzó a levitar. O eso me pareció a mí, pues a los pocos segundos caí en la cuenta de que estaba moviendo la cola a gran velocidad en un movimiento oscilante vertical y removía la costa del mismo modo que lo haría un helicóptero aproximándose a tierra. Poco a poco fue ganando altitud hasta que igualó el tamaño de mi mano en el aire. En cuanto sintieron que su ascenso se había consumado empecé a notar que los animales volvían a aparecer: volvían a surcar el cielo las gaviotas y cormoranes y entre los arbustos apareció mi comadreja azulada con tensa timidez. Ella y yo nos miramos a la cara y debió comprender que el peligro había pasado, reapareció por completo en la basta pradera y echó a correr en libertad. Por la actitud de todos ellos empecé a comprender que estaban acostumbrados a que sucediera esto mismo muy de vez en cuando. Yo, volvía a recuperar paulatinamente mi bienestar y mi sensación de enamoramiento, pero no quitaba mi vista de la enorme tortuga que de una forma inexplicable surcaba el cielo irlandés con la agilidad y majestuosidad del más bello ave rapaz. Aunque también me preguntaba cómo era posible que algo así existiera y jamás nadie lo hubiera documentado. Es innegable que no conozco toda la flora ni toda la fauna del mundo, ¿pero quién no se iba a acordar de un ser de tal naturaleza? ¿quién no conoce los elefantes, o las jirafas? Me encontraba más maravillado, si cabe, ante el conocimiento de esa criatura en un hábitat tan maravilloso como esa isla.


Tal era mi admiración que seguía encandilado el grácil vaivén de la tortuga surcando el cielo. No quería pestañear por si me perdía cualquier detalle, intentado también recordar absolutamente todo sabedor de estar viviendo algo histórico y digno de contarse a mis futuros hijos y nietos o de ser guardado por siempre en mi memoria como uno de los recuerdos más bellos que iba a tener en mi vida. De hecho, me parecía absolutamente increíble cómo se desenvolvía el animal en el aire: nunca imaginé que una tortuga pudiera volar y menos de ese tamaño. De repente, como si las fuerzas de la bestia menguaran noté que empezaba a caer en picado hacia el mar. Mi primer pensamiento no fue ese, no obstante. Pensé que quizás caía voluntariamente como un halcón hacia su presa, pero pronto me di cuenta de que se desplomaba porque según se iba acercando fui percatándome de que lo hacía boca arriba y aparentemente inerte.


Esta vez la preocupación era por el golpetazo que iba a dar en el mar y las posibles consecuencias de ello, más concretamente, la más que justificable sospecha de que al impactar generara una ola de grandes magnitudes que golpeara iracunda contra la costa y me engullera ahogándome.


Corrí, ahora sí, a refugiarme en la zona alta de los acantilados con la esperanza de que no fuera tan alta como para llegar hasta ahí arriba.


Al finalizar mi ascenso por el camino áspero y empedrado, con el último aliento en mi pecho y notando mi corazón palpitando a su máxima intensidad, me giré de nuevo hacia el mar, como el cervatillo que en el último momento echa la vista atrás para ver si su cazador le persigue o ha pasado el peligro, y el paisaje, misteriosamente se había transformado completamente. La tortuga gigante seguía cayendo irremediablemente hacia el océano, pero el acantilado había desaparecido dando paso a un altísimo bloque de viviendas de estructura de hormigón y color amarillento, con una hilera de terrazas que daban al mar sobre un paseo marítimo, engalanados todos ellos con toldos roídos por el ambiente salino, descoloridos por zonas, de forma que se habían degradado y mezclado el verde y blanco original que lo componían, tal y como se intuía desde donde yo me situaba. También se había modificado la columna de piedra por la que había comenzado a ascender para ponerme en una zona segura dando paso al propio pretil de una terraza, al que estaba sujeto con mis manos mientras el resto de mi cuerpo colgaba en el vacío. De un fuerte tirón, conseguí saltarlo y caer como pude sobre el suelo de la terraza, donde asustada, dando un respingo, me esperaba una mujer de unos sesenta y pocos años en bata azul con flores diminutas y rulos sujetos a su pelo negro.


—¿Pero qué?—gritó al verme.—¡Llévese lo que quiera pero no nos haga daño!—continuo asustada encaramándose a una de las esquinas.


—¿En qué piso estamos?—dije sin entender muy bien por qué me confundían con un ladrón y preocupado por la caída de la tortuga.—Necesitamos estar por encima del quinto. ¿Cuál es este? ¡Dígame en qué piso estoy!


—Es el cuarto efe—anunció titubeante.


Entonces yo, con prisas cogí a la señora de la mano, la arrastré y entré en la casa donde vi a un señor sentado ante el televisor en calzoncillos y camiseta de tirantes que de igual modo a la señora que me acompañaba, dio un salto y me apuntó con el mando de la televisión a modo de arma contra mí.


—¡Rápido, por dios, hay que ponerse a salvo, aquí no estamos seguros! Se viene un tsunami—intenté aclarar yo. Sin embargo, no parecían muy dispuestos a colaborar, por lo que solté a la mujer y busqué con ansia la salida y después las escaleras para subir a la quinta planta.


Cuando hube llegado a esta, me sentía ahogado por el esfuerzo y en mi cabeza empezaba a reinar una tremenda confusión pues deducía que la tortuga gigante ya habría terminado de caer y para mi asombro no escuchaba ni gritos ni carreras ni nada de lo que uno se espera ante algo así. Miré a un lado y a otro del pasillo pero únicamente vi puertas de madera muy oscuras y cerradas como era lógico. Noté que entraba un halo de luz y yo no había dado a ningún interruptor por lo que debía de existir alguna ventana o similar que diera a la calle. Entonces lo vi: en un espacio entre dos puertas había una ventana formada por una docena de cristales cuadrados con vidrio decorativo en formas geométricas irregulares, muy grueso, que dejaba pasar ligeramente la luz, pero no permitía observar de un lado al otro.


Tanto tiempo había transcurrido que algo dentro de mí me decía que no había terminado de caer la tortuga. Pero que no hubiera caído, no significaba que no existieran miles de personas que se hubieran quedado asombradas al verlo. Busqué un ascensor y bajé a la planta baja.


Ya desde el vestíbulo pude ver que el cielo se había encapotado, pero la playa era ancha, la arena seguía en su sitio y el mar en aparente calma. Salí a la calle y pude comprobar como había transeúntes yendo de aquí para allá despreocupadamente, todos ellos en pantalón corto y camiseta o vestido veraniego, la humedad era sofocante y enseguida comencé a sudar, notando que me caían ríos por mi frente. Al otro lado del paseo había familias, parejas y niños corriendo hacia la playa con hamacas, toallas y sombrillas y barcas inflables.


Caminé apresuradamente hacia allí para ver si mi tortuga gigante surcaba el cielo todavía. Desgraciadamente lo único que me llegaba eran impulsos de un mar tranquilo, pero ni una brizna de frescor, ni animales salvajes correteando a mi vera, tan solo gaviotas que se difuminaban entre las palomas más asquerosas. Miré alrededor y sólo atisbé columnas de edificios como ese en el que había aparecido, kilómetros y kilómetros de toldos verdes mugrientos, restaurantes de mil nacionalidades... hasta que por fin di con un cartel que me daba la bienvenida a la playa e indicaba el nombre de la localidad donde estaba así como una ristra de normas a seguir. Conozco esa ciudad y otras muchas idénticas, por lo que da igual el nombre.


Seguí buscando la tortuga oteando el horizonte en todas direcciones. Deduje, al fin y al cabo, que no había tomado tierra pues hubiera causado el revuelo esperado. Achaqué mis problemas para encontrarla al hecho de estar nublado y me sentía aliviado de poder vivir sin el miedo a que cayera y nos arrastrara a todos al fondo del mar.


Por fin apareció ante mí. No cabía duda, era ella. La vi y sentí que me inundaba una paz tremenda. Parecía descansar, prácticamente diminuta reposando sobre una hamaca invisible a miles de metros de altura, tan chiquitita que al alzar mi mano y comparar su tamaño, cabía en la última falange de mi pulgar. Hondeé mi mano a modo de saludo y guardo la esperanza de que me viera y me respondiera imitando mi gesto.

Recent Posts
Search By Tags
Follow Us
  • Facebook Classic
  • Twitter Classic
  • Google Classic
bottom of page