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Una década juntos

  • Pablo Merino Prota
  • 2 sept 2020
  • 7 Min. de lectura

Llevaba enamorado mucho tiempo, años, pero nunca jamás se había atrevido a decirlo, a nadie, ni siquiera a sus mejores amigos, o a su psicóloga. Ninguna persona de su entorno lo sabía, era un secreto que había acumulado en lo más profundo de su ser desde que conoció a aquella chica.

Obviamente no había sido tan fácil como verla y caer enamorado, pero sí que había sucedido de una forma bastante rápida: por su forma de ser, sus aficiones compartidas, y por qué negarlo, por su belleza, que lo cautivó profundamente. Quizás, de hecho, no fuera la mujer más guapa que había conocido, sin embargo, tenía algo que lo atrapó para siempre. Dicen que muy pocas veces, o ninguna, se puede controlar de quién se enamora uno y en este caso era cierto.

La había conocido en el colegio, justo en el paso de la infancia a la adolescencia, lo que hacía muy posible que fuera la razón por tan largo enamoramiento. Ella iba a la clase de al lado, de su mismo curso, y no coincidían mucho, tan solo se veían de vez en cuando en los pasillos o en los recreos. Él se fijó en ella, aunque no fue recíproco. Ella tenía su grupo de amigos y poco se mezclaban con los de su clase.

Un día, la casualidad o el azar hizo que el único asiento disponible en el autobús escolar que llevaba a las dos clases del curso de excursión fuera el contiguo al suyo. A ella no le quedó más remedio que sentarse allí. El viaje era largo y monótono pues el destino se encontraba a unas cuantas horas por carretera. Al principio no intercambiaron ni una sola palabra, más allá de un tímido hola que se dijeron mutuamente cuando vieron que compartirían trayecto. En realidad, eran dos completos desconocidos que viajan juntos a un mismo destino. Pero llegó un momento en el que ella tomó la iniciativa y él, extremadamente tímido, comenzó a responder con monosílabos y frases hechas. Realmente tampoco podría haber contestado mucho más porque desde que vio que se sentaba a su lado su corazón palpitaba al máximo de intensidad y de los nervios había comenzado a sufrir dolores intestinales que, seguramente, le harían tener que correr al baño en cuanto parara el autobús. Se encontraba básicamente descompuesto.

El trayecto llegó a su fin y cada uno se marchó por su lado, como si siguieran sin conocerse de nada; él emocionado y ella pensando que era el primer chico que no parecía ser un imbécil y que al menos se prestaba a escucharla.

Después de aquello, el tiempo fue pasando y día tras día él fue venciendo, muy lentamente, su timidez hacia ella: primer saludándola si la veía en el patio o a la salida de clase, algún que otro día preguntándole cómo se encontraba, interesándose por sus resultados en los exámenes y, finalmente, si la veía sola intercambiar varias frases en lo que podría considerarse una conversación. No obstante, se seguía atacando como aquel día en el autobús, poniéndose nervioso, taquicárdico y llegando al punto de tener golpes de calor en pleno invierno. Al final, ella, que lo veía como un chico extraño, pero con quien podía hablar tranquilamente, acabó por ofrecerle ir con su grupo de amigos cuando salían las tardes de los viernes.

A pesar de ir ganando más y más confianza en sí mismo y de ser capaz de lidiar mejor con sus nervios, nunca llegó a decirle nada de lo que sentía por ella. Tampoco pidió consejo a los amigos y fue dando paso en su estómago a una bola plomiza y angustiosa que le hacía pesar diez kilogramos más cuando estaba con ella. Una vez, incluso, ella misma llegó a preguntarle inocentemente si le gustaba alguien, pero no encontró agallas para decírselo y cambió apresuradamente de tema.

El peso y la angustia fue creciendo lentamente hasta llegar al último curso de Bachillerato cuando ella tuvo su primera relación amorosa con otro chico. La pareja parecía feliz hasta que, de repente, ella apareció llorando porque su novio se había besado con otra chica en una fiesta. Visto en perspectiva no era nada importante, pero con dieciocho años recién cumplidos puede parecer que el mundo se acaba en ese instante y fue él quien la consoló durante días sin saber muy bien qué hacer o qué sentir: lo dolía en el alma que le hubieran hecho aquello, y sobre todo pensar que él nunca haría algo así con lo que sentía. Qué injusto era el universo a veces. Por otra parte podría ser su oportunidad si la aprovechaba bien. Él no dijo nada sobre sus sentimientos. Consoló a su amiga y siguió creciendo en él una angustia terrible, una sensación de tener un enjambre de avispas clavándole sus aguijones por dentro mientras no cesaba su deseo amoroso que le producía un latido acelerado cada vez que la veía aparecer, o incluso, si veía a alguien por la calle que se le pareciera lo suficiente para confundirle unos instantes. De hecho, al menos en un par de ocasiones estuvo temblando al sentirse tentado a lanzarse directamente a sus labios y dejarle así claro qué sentía sin tener que pronunciar unas palabras que no se atrevía a decir.

Sin embargo, la misma fuerza que parecía darle impulso para ello, era la misma que lo anclaba a mantenerse inactivo, pasivo, solamente un buen amigo y finalmente todo seguía igual. Había en su cabeza una voz, la suya propia, su parte racional que le indicaba los problemas de algo así: temía enormemente ser rechazado y que ella lo abandonara. Tan enamorado estaba que se conformaba con su presencia; era más fuerte esa necesidad que la posibilidad de que, aun llegando ser correspondido, se acabara y cada uno se marchara por su lado. ¿Cómo iba él a declararse y que ella lo rechazara y no volver a verla jamás? Además de un profundo amor y sentimiento de deseo, le unía que compartían gustos y aficiones, una intimidad cada vez mayor, hasta el punto de llegar a saber qué pensaba el otro, y era la persona con la que más a gusto se sentía estando a solas. No importaba el silencio ni había que poner excusas para hablar o no verse una tarde.

Para él, llegar a la Universidad fue un halo de esperanza al empezar a ver y conocer otras personas; separarse ligeramente, pues seguían quedando para charlar, para estudiar o cenar con su grupo del colegio de vez en cuando. No obstante, esos días en las terrazas, en la biblioteca o en el parque ya podían estar con toda la pandilla, él seguía mirándola, de reojo, fijándose en sus preciosos ojos y sus labios y sintiendo un deseo carnal muchas veces inaguantable.

Vivía enjaulado dentro de una persona que ni siquiera sabía que lo tenía preso.

En otras temporadas pasaba rachas más despreocupado, gozando plenamente de la vida, pero eso no le eximía de pensar en ella ocasionalmente. ¿Cómo sería estar con ella en esos momentos?, ¿qué pasaría si de una vez por todas se decidiera a contarle lo que sentía? Era un baúl gigante que arrastraba día a día. Era un duelo constante entre lo que le gustaría que pasase y lo que intuía que podría acabar sucediendo. Además, ella siempre se mostraba cálida, delicada y le hacía la vida muy fácil, era un lujo ser su amigo. Sí, alguna vez pudieron tener cierta riña o pequeñas discusiones, pero nada que no se subsanara casi al instante, lo que lo hacía todavía más complicado.

¿O, y si no la amaba? En realidad, ¿qué es estar enamorado de una persona? ¿Y cómo podía sentir lo que se conoce como amor por una persona que jamás había pasado de ser su amiga? ¿La quería? Claro, muchísimo, tanto o más que a un familiar. Sin embargo, cuando uno tiene un amigo con el que tiene complicidad radical cómo no vas a poder decir que lo quieres. ¿Y no decía su psicóloga que hay muchos tipos de amor, de querer? También quería infinitamente a su madre... ¡Pero era distinto, obviamente! Él tenía muchas dudas al respecto ya que jamás había hablado de ello. Para él era terrible reflexionar sobre este supuesto amor; era otra parte más del prisma de su dolor, hasta el punto de no conciliar el sueño con facilidad según qué noches. Más aún si la había visto ese día.

Las noches. Las noches eran el peor momento del día porque a esa atadura que lo perseguía se añadía la soledad y el silencio vacuo que lo arropaban y por ser, precisamente, de noche tampoco podía evadirse en otra actividad que lo distrajera. Contar ovejas se convertía en un puñal sobre su pecho que lo oprimía sin llegar a hacer herida, simplemente un dolor punzante, lo justo para mantenerlo despierto pero sin quitarle del todo la vida. Y en noches así, las redes sociales e Internet lo habían convertido en algo todavía más complicado de sobrellevar, pues se entregaba a una fuerza invisible que, como un campo magnético le repelía y tiraba de él para mirar sus publicaciones o fotografías. Era un tira y afloja entre querer verla un poco más y el daño que eso le infligía: un segundo de pasión y otro de compasión.

—¿Por qué me miras así?—inquirió ella con vehemencia. Una vez más él se había quedado mirándola intentando poner entre ellos una galaxia de distancia; una distancia que le permitiera apreciar sus rasgos más bellos y apartarse de la indómita realidad en la que vivía.—En serio te lo digo—continuó ella.—, es que no sé en qué piensas o qué te pasa por la cabeza. Estamos hablando y de repente...¡puf!, me miras raro. ¿Me odias? ¿Te aburro? ¿Te doy asco? ¡Ah, de verdad, no sé, no puedo!-espetó con cierta pereza final.

—No. No, nada de eso. No sé...no me hagas caso.

Y siguieron hablando como si nada.

 
 
 

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