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Vacaciones en hotel

Este verano nos lo queríamos tomar de forma diferente, más relajado, sin estar pendientes del tiempo que hiciera o de la hora del día que fuera. Otros años, mi marido Maurice y yo solíamos preparar escapadas a destinos lejanos y pasábamos dos o tres semanas recorriendo en bicicleta países exóticos como India, Nepal o Guinea... lo sentíamos como la única manera de conocer en profundidad culturas algo diferentes a la nuestra: cogíamos las bicicletas, un par de macutos y a recorrer caminos y carreteras que nos llevaban a pueblos y ciudades de muy diversa índole. Pero era angustioso cuando en mitad del trayecto nos caía un chaparrón o nos perdíamos, se nos hacía tarde y al tener que dormir al raso pasábamos un frío espantoso. Con el plus de tener que montar guardias para que no nos robaran nuestras cosas y el cansancio que acumulábamos esas noches. Sin embargo, no niego que, al menos, a mí me encantaban esas experiencias, pero entre esos inconvenientes y que la edad no perdona —el dolor que me producen los kilómetros en mi rodilla izquierda era inaguantable ya—, tomamos la decisión de variar un poco.

Maurice encontró una oferta de un hotel con todo incluido en la costa de Huelva, cerca de Isla Cristina, y me ha convencido —tampoco es que le haya costado mucho trabajo— para pasar allí nuestras vacaciones de verano.

Nada más llegar he pensado, aunque no lo he expresado en voz alta, que tenía la sensación de que iba a merecer mucho la pena: por la localización, el ambiente que se respiraba, al ver tanta gente tomando raciones en las terrazas... aunque lo que me ha maravillado ha sido, a primera vista, el complejo en el que estaba el propio hotel. Por las pistas de padel y de tenis, el camino hasta la recepción por un jardín con fuentes al estilo de la Alhambra y la recepción conjugando el estilo actual con la arquitectura clásica y propia de la zona. Yo estaba encantado y como le he dicho a Maurice, qué narices, no pasa nada por variar de vez en cuando y más si es para sentirte maravillado.

Nos hemos registrado en recepción, han cogido nuestras maletas y nos las han subido hasta nuestra habitación.

Por la hora hemos ido a comer en unos de los múltiples restaurantes temáticos, este en concreto era de aspecto italiano y con comida propia de dicha tierra, para después ir a nuestra habitación con la intención de echarnos la siesta antes de bajar por la tarde a darnos nuestro primer baño en la playa. Nuestra primera toma de contacto con el nuevo mundo que estábamos descubriendo.

La habitación era grande, con una entrada que dejaba en el lado izquierdo un armario de tres puertas y justo en frente un aseo. Particularmente, lo que más me gusta cuanto entro en la habitación de un hotel o incluso en casa de alguien es ir a ver el baño, es una de mis obsesiones, y eso he hecho. Era espacioso, con paredes recubiertas de mármol en tono gris claro y mucha luz, además de tener una bañera enorme, un bidé, un lavabo y un retrete clásicos, como los de cualquier otro servicio.

La zona de la cama tenía un par de cuadros, una nevera pequeña, un escritorio y una televisión de grandes dimensiones, acorde con el tamaño de la propia cama. Aunque con un tamaño adecuado, por lo demás, era una habitación típica de hotel. Eso sí, daba a una terraza amplia con una mesa y dos sillas de mimbre y unas vistas alucinantes de toda la playa, dando la sensación de no acabarse nunca y de estar flotando sobre el mar. Ciertamente había merecido la pena, ¿o no?, ¡eh, cariño!

—Por supuesto—dije acercándome a él para darle un pequeño beso que certificaba que estaba enamorado del lugar y de él.

Decidimos no deshacer las maletas y echarnos a dormir sin más. Ya habría tiempo, acordamos.


Poco a poco los días fueron pasando en absoluta tranquilidad: playa, comida, gimnasio, tenis, playa, copas... esas palabras y alguna más resumen en gran medida el tiempo que estábamos pasando en aquel hotel de Huelva. Sentíamos el lujo y el disfrute en nuestras propias carnes.

Un día, casi ya al final, no sé si por el calor o porque este tipo de vida te debe hacer pasar penitencia en algún momento para recordarte que en unos días vuelves al Metro y a que el despertador suene a las seis de la mañana, cuando ya estábamos en la cama por la noche, y de hecho Maurice ya roncaba, yo no podía dormir al sentir un fuerte dolor de estómago a la par que un insufrible ardor que me estaba haciendo sudad y tener unas ganas tremendas de ir al baño a vomitar. Aunque estaba tratando de aguantar lo máximo posible con tal de no levantarme y no despertar a mi marido, finalmente no pude resistir más e intentando no hacer ruido recorrí la escasa distancia que me separaba del servicio de nuestra habitación, cerré la puerta, y después de varios minutos con mi cabeza sobre la taza del wáter, acabé devolviendo gran parte de la cena, si no toda. Fue asqueroso, pero sentí alivio casi al instante. Me lavé los dientes y me enjuagué la boca con Listerine, apagué la luz para tratar, de nuevo, de no despertarle y abrí.

Pasó el tiempo suficiente para que mis ojos se acostumbraran a la escasa luz cuando, yo estaba prácticamente a los pies de la cama, me di un susto mayúsculo: Maurice se encontraba abrazado a un bulto, aparentemente otro hombre y ambos parecían dormir plácidamente. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Quién era ese? ¿O esa? ¿Qué había pasado mientras yo estaba en el baño devolviendo? No podía entender nada. Con ojos como platos y un sudor frío que me recorría la espalda como si mi columna vertebral se tratara de un canalón, por auténtico miedo y medio taquicárdico, corrí en dirección contraria. Me di varios golpes con el mobiliario de la habitación yendo esta vez sin precaución, huyendo despavorido. Abrí la puerta y al salir al pasillo donde cuatro o cinco puertas me arroparon aumentando mi agobio y desesperación, las dudas seguían aflorando. ¿Y si había sido una alucinación? ¡Yo qué sé!, me decía, al fin y al cabo también nos habíamos tomado unas cuantas copas en la zona chill-out del hotel esa misma noche. ¿Qué podría estar pasando? Pero, al mismo tiempo, me horripilaba pensar en abrir la puerta y que la escena no hubiera cambiado. ¿O y si ese hombre, o mujer, se había despertado con mis ruidos y ahora estaba allí preparado para matarme? ¿O quizás debía entrar e intentar ahogarlo con la almohada? ¿Y cómo había entrado si yo había estado en vela todo ese rato y luego había ido al baño? Le habría escuchado, ¿no? Es más, solamente teníamos una tarjeta para entrar en la habitación del hotel y recuerdo que Maurice había abierto y la había dejado en su mesilla de noche, como cada vez que volvíamos.

Miré el reloj. Eran más de las dos de la madrugada, pero seguramente habría alguien en recepción.

Bajé las escaleras aunque eran cinco pisos porque en mi estado de agitación no me atrevía a coger el ascensor. Desconozco el motivo que me empujaba a ello.

A trompicones y sin saber muy bien cómo, llegué hasta allí donde, tras tocar reiteradas veces el timbre de la barra, apareció una chica que estaba haciendo el turno de noche.

—¿En qué puedo ayudarle, señor?—recuerdo que me lo preguntó muy amablemente a pesar de lo patético de mi estado, por lo que más tarde deduje que estaría harta de atender a indeseables y borrachos.

Le expliqué la situación, pero no daba crédito. A pesar de todo, accedió a llamar a la Policía. Tras un rato que se me hizo eterno esperando y durante el cual, con toda seguridad, debí mostrarme nervioso e impertinente, apareció una pareja de la Policía Local. Ya venían advertidos de lo ocurrido y ellos dos, la recepcionista, que portaba una tarjeta maestra capaz de abrir todas las habitaciones en caso de necesidad, y yo subimos en ascensor hasta mi planta y nos encaminamos a la habitación.

Ella dudó, pero tras la insistencia de uno de los policías abrió la puerta. Entraron. Yo me quedé fuera temblando y sin saber qué hacer, esperando que pudieran solucionarlo y no hiciera falta la fuerza bruta o el uso de las armas, ante la atónita mirada de la recepcionista, que seguramente pensaba que estaba bajo los efectos de las drogas.

Alterado como estaba no puedo decir cuánto tiempo transcurrió hasta que los policías aparecieron con mi marido esposado y en calzoncillos, todavía adormilado.

—¿Pero qué hacen?—grité asombrado—¡Ese es Maurice, mi pareja! El intruso es el otro—sentencié apuntando en dirección al interior de la habitación.

—¿Qué pasa aquí, Gabriel?—preguntó Maurice balbuceando.

—¡Eso queremos saber nosotros!—dijo uno de los policías.

—Pues que hay... hay otro hombre ahí dentro.—dije tembloroso.

—Mire—empezó el otro policía—, ahí dentro no hay nadie más. Ni en la cama, ni en el baño, ni en el armario. Lo hemos registrado todo. Por eso hemos esposado a este hombre, quien dice que es su marido. Pero no hay nadie más, nada. ¿Qué clase de broma es esta?

Ahora el que no daba crédito era yo, que relaté la historia como pude de nuevo para todos los presentes. La recepcionista se marchó renegando y poco después los policías hicieron lo propio advirtiéndonos de encerrarnos, aunque lo dejaban pasar por aquella vez. En realidad tuvimos suerte de que no me quisieran llevar al calabozo o de que me no me pusieran una multa. En fin, yo no entiendo de cómo funcionan ese tipo de cosas.

A la mañana siguiente Maurice decidió que era mejor hacer las maletas e irnos de vuelta a casa a pesar de que todavía nos quedara una noche más en el hotel. Le hice caso completamente avergonzado y dudando de que se fueran a quedar así las cosas entre nosotros.

Recogimos todo y bajamos a la recepción para hacer la facturación y anunciar que dejábamos la habitación a pesar de tenerla pagada.

Estábamos saliendo hacia el aparcamiento para meter las maletas en el coche e irnos cuando amablemente otra recepcionista se acercó a nosotros.

—Hola, disculpa. Si les ha gustado la experiencia aquí, por favor, pongan una reseña en nuestra página web. Parejas como ustedes atraen muchos clientes.—dijo tendiéndome una tarjeta de visita.

—Gracias. dije anonadado.

Llegamos a nuestro pequeño apartamento y en completo silencio empezamos a sacar las cosas de las maletas y a meter la ropa en la lavadora, como en una rutina muy ensayada y sincronizada. Al finalizar, encendí mi portátil para ver si tenía correos del trabajo, pero me acordé de la petición de la reseña y caí en la cuenta de que para el esperpento que había causado, bastante bien se portaron con nosotros por lo que escribí:


"Les doy un ocho sobre diez. Trato excelente del personal y el hotel es magnífico, tanto por situación como por sus instalaciones; sin embargo, se mete gente de forma aleatoria en las habitaciones por las noches. Aun así, volveremos."

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