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Veinte euros

Hace unos cuantos días, no sé exactamente cuántos porque no tengo ánimos ni espíritu para saberlo exactamente, se murió, se fue de mi vida mi marido, Sebastián. Llevábamos toda la vida juntos. Nos conocimos en el colegio, él estaba en la clase de la letra A y yo en la B. No hablábamos mucho, de hecho, había cierto pique entre su clase y la mía, pero un año, ya en Secundaria, cuando empezamos a salir por las tardes los grupos se empezaron a mezclar y aunque no lo recuerdo muy bien, en algún momento mis amigas y yo empezamos a ir con el grupo de chicos amigos de Sebastián.

Él era un chico muy mono; no espectacular, pero con unos rasgos atractivos y, sobre todo, unos ojos preciosos. Sin embargo, no me fijé en él enseguida, lo recuerdo algo apocado y no llamaba la atención entre sus amigos: siempre callado, tímido, en un segundo plano. No fue un amor de esos que se cuentan que fuera a primera vista. Es más, mis amigas y yo, todas nosotras, teníamos una especie de flechazo por el que, más o menos, era el líder de su pandilla: se llamaba Manuel y aunque siendo algo más feo que el resto nos encantaba su forma de ser, su desparpajo, sus gracias y su chulería. No obstante, como recuerdo haber hablado con Alba, no podíamos quedarnos todos con él y no iba a servir de nada pelearnos: todos pensábamos que aquellas posibles parejas que salieran de nuestro grupo no serían para toda la vida. Aquello nos parecía impensable, pero creíamos firmemente que nuestra amistad sí. A decir verdad, llegó un momento en el que a excepción de Sebastián y yo que acabamos casándonos y de Alba, del resto no he vuelto a saber nada. Bueno, a Manuel me lo he cruzado alguna vez por el barrio, sin embargo, no pasa de hola y adiós.

En fin, poco a poco, tras muchas tardes de paseos o de sentarnos todos juntos en algún banco de los que hay por nuestro barrio a ver pasar la gente y comer pipas de girasol fui entablando conversación con él, nos fuimos conociendo más y más. Me pareció un chico muy atento, sencillo —en el buen sentido de la palabra—, humilde y con unas ideas muy claras, de forma que podía hablar con él de muchas cosas, sobre todo, para lo jóvenes que éramos.

Un día, me pidió poder acompañarme hasta mi casa; en realidad ya llevábamos un par de años viéndonos cada tarde en el mismo grupo de amigos y recuerdo que al llegar al portal de la entonces era la casa de mis padres, cuando estaba a punto de llamar al telefonillo, como nervioso, temblando y sudando como si fuera mediados de agosto, me dijo:

—Sofía, me gustas mucho. Te quiero.

Obviamente, pensé entonces, no debía de saber lo que era querer a nadie. ¿Cómo podría quererme así por las buenas? Pensé que estaba trastornado. Además, sinceramente, yo no sentía eso por Sebastián. Aunque no me disgustaba ni en lo personal ni en lo físico, no pensaba que tuviera mariposas en el estómago por su culpa. Más bien por nadie sentía yo eso en aquella época. Simplemente. Le dije que me había gustado lo que me decía, pero que, ciertamente tenía que pensarme si quería ser su novia. Entré en mi casa, mis padres me esperaban para cenar, tras lo cual, cogí el teléfono fijo que teníamos y llamé: primero a mi amiga Lola y después a Alba y a Macarena para contárselo. Con Lola recuerdo que nos dedicamos a criticarle, le pusimos verde, mientras que con las otras, aunque inicialmente mi intención era saber qué opinaban, acabamos hablando de otras cosas.

Al día siguiente, en el colegio, yo actué como si no hubiera pasado absolutamente nada. En el recreo únicamente nos juntamos las chicas: se lo habían contado entre ellas. No llegamos a ninguna conclusión sobre el tema.

Pasó el tiempo, mucho más de una semana, y tras haber evitado el tema durante todo ese tiempo, finalmente, el propio Sebastián me abordó en mi regreso a casa desde clase para saber si yo había tomado mi decisión.

—Yo, mira, Sebastián... yo te aprecio mucho, muchísimo, pero no te veo como mi novio—acabé diciéndole.

Por mi parte no pasó nada más. Seguimos viéndonos como siempre al quedar con nuestra pandilla por el barrio por las tardes, y en el colegio diariamente.

Al año siguiente hicimos Selectividad; yo me fui a estudiar fuera y él se quedó en Madrid. Sin embargo, yo regresaba en fiestas, algún que otro fin de semana y en verano por lo que al principio seguí teniendo contacto con la mayoría del grupo.

Al volver el primer año por las vacaciones de verano a Madrid, quedamos de nuevo todos, pero Sebastián apareció de la mano de una chica que ninguno de nosotros conocía. Según nos dio a entender, se habían conocido en la carrera y estaban muy enamorados. No sé si por vanidad o porque me puse un tanto celosa, el caso es que pensé que a mí me seguía mirando todavía de forma diferente, enamoradizo a la par que lamentando –según deduje— no estar conmigo. Manuel y Lola sí me dieron la razón cuando en privado les conté mi impresión, pero Alba, por el contrario, se limitó a decirme que estaba loca.

Llegó el momento en el que ya no pude soportarlo más, por puros celos, aunque pensaba que si él no estuviera con ella tampoco hubiera querido estar con él. Yo lo sabía: me había convertido en El perro del hortelano, aunque no llegué a exteriorizarlo nunca. Sin embargo, por puro dolor y rabia pedí a mis padres que me dejaran irme a casa de mis tíos en Marbella, donde podría pasar el verano divirtiéndome con mis primos y poniendo tierra de por medio entre nosotros.

En Marbella conocí a un montón de chicos: líos que iban y venían, pero nada que pudiera considerarse un novio formal.

El año siguiente, más o menos, se repitió la misma historia porque él seguía con aquella chica y a mí me enervaba, de forma que volví a Marbella con mis primos.

Como no lo aguantaba, fui la primera en romper con el grupo, o en salirme de él con excusas cada vez más complejas y rocambolescas para no tener que verlos. Así pasaron los años hasta que un día estando por Madrid, paseando después de muchos años sin pisarlo, me lo encontré muy cerca de los sitios por donde solíamos salir. Iba solo. Le pregunté si querría tomarse un café y fuimos a un bar cercano donde me contó que estando a punto de casarse, ya comprometidos, con aquella chica la dejó porque se dio cuenta de que no estaba suficientemente enamorado de ella. La quería sí, pero no era amor lo que sentía y tampoco había ya atracción física entre ellos. Al menos por su parte.

Después del café dimos un paseo y lo acompañé hasta su casa. Allí, en el portal, me invitó a subir a su apartamento. Estábamos encerrados en el ascensor hacia el quinto piso cuando me lancé a besarle casi instintivamente, con una fuerza animal. Él se apartó ligeramente con el resultado de que yo me di un golpe contra una de las paredes del ascensor.

Sebastián cogió mi cabeza y en vez de preguntar si me había hecho daño, fue él quien se lanzó a mis labios. Prácticamente no habíamos entrado por la puerta y tanto él como yo estábamos ya desnudos y haciendo el amor en el sofá de su salón.

—Siempre te he querido a ti, Sofía.—me susurró aún sudando nada más acabar.

Desde ese día empezamos a salir, recuperé la amistad con Alba porque seguía viéndose con Sebastián y un año y medio después estábamos casándonos. Tuvimos dos hijos: Álvaro y Graciela, que ya están independizados. Fueron años tranquilos y en general, bastante felices, lo que no impidió, lo admito, que yo acabase teniendo un par de amantes duraderos.

No obstante, cuando le diagnosticaron con esa enfermedad tan terrible estuve siempre a su lado, luchando e intentando que tuviera una vida digna a pesar del diagnóstico tan malo y del poco tiempo que la doctora le dio como esperanza de vida. Pero al final nada pudo hacerse como nos temíamos.

Hoy, por recomendación de Alba y de mis dos hijos he decidido ir yo sola al cementerio para tener un rato junto con él después del agobio del entierro y del funeral.

A la entrada del cementerio había una mujer vendiendo flores de todo tipo para embellecer las lápidas y me he acercado a comprar un ramo. Al fin y al cabo es lo que hace todo el mundo.

—Tengo lo que quieras, cariño—dijo casi consolándome. Buena táctica para vender en momento así, he pensado.—.Hay margaritas, rosas, tulipanes... lo que quieras.

—¿Y esas de ahí?—pregunté señalando a unas que me llamaron la atención.

—Cariño, esas son malas. De plástico.—aclaró.

—Perfecto sí. Dame uno de esos. Así no se estropean, que tampoco voy a venir tanto. No le quería tantísimo.—dije tendiéndole un billete de veinte euros.

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