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Lunes

  • Pablo Merino Prota
  • 9 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Como cada mañana, tras levantarme, vestirme y desayunar, he salido de mi casa, y he bajado a coger el Metro para ir a trabajar.

Tal y como suele ser habitual, el andén estaba atestado de personas que, presumiblemente como yo, se dirigían a sus puestos de trabajo a esas horas de la mañana. La estación en la que yo cojo el tren es antigua, de las primeras que se abrieron en Madrid, pero el futuro, o el presente, vino de la mano de vinilos y una homogeneidad que se llevaron por delante los famosos azulejos de antaño, por lo que las esperas hasta que llega el tren son aburridas, conllevando que me suela pasar gran parte del tiempo observando a los que esperan conmigo y, como suelo tener los tiempos estrictamente calculados para que ni me sobre ni me falte tiempo al llegar a mi oficina, es habitual que me encuentre con las mismas personas, razón por la cual los voy conociendo: sus ropas, sus peinados, y sus costumbres ante la espera y durante el trayecto, e incluso, en qué estación baja cada uno.

Esta mañana, la espera estaba siendo más larga de lo habitual, o así me lo estaba pareciendo pues el cartel que indica cuánto queda para el siguiente metro no indicaba el tiempo, cuando, de repente, por la megafonía han anunciado que debido a una asistencia a un viajero el tiempo de espera se estaba viendo afectado. Estos mensajes se escuchan de vez en cuando si viajas a menudo en Metro y yo he decidido no creérmelos pues empiezo a pensar que se tratan de excusas para no reconocer que cada vez el servicio es peor por la tijera que le han metido durante años a sus prestaciones y al número de maquinistas.

Medio adormilado todavía y harto de ver los vinilos sin personalidad que recubren la pared del andén o cansado de los rostros que, como yo, nos resignábamos por ser la única forma que tenemos de llegar a nuestro destino, he comenzado a fantasear con la idea de convertirme en aquel momento en Superman.

Me hubiera encantado ser el alter ego de Clark Kent, ponerme mi traje de mallas y echar a volar.

Despegaría del suelo y con los brazos estirados surcaría la estación haciendo cabriolas, mientras dejaría patidifusos a mis compañeros de viaje. De aquí para allá, de un extremo al otro del andén a toda velocidad, como una abeja al salir de su colmena. Luego, pasada la euforia inicial, hubiera puesto mis pies en las vías entre el aplauso y la estupefacción de mis conciudadanos y, de un salto, hubiera surcado el andén rumbo al túnel que permite al tren desplazarse por debajo de Madrid y rápidamente hubiera atravesado las galerías subterráneas guiado por las mismas luces que alumbran para que puedan ver los maquinistas y, aguantando la respiración, porque imagino que el ambiente allí es nauseabundo, en pocos segundos hubiera llegado a la siguiente estación.

Sin detenerme, otra vez recorrería el subterráneo, y quizás esquivando el tren anterior de tan increíble velocidad de vuelo, tras pasar unas cuantas estaciones más, por fin, hubiera llegado a mi destino habitual, me hubiera parado en seco y tranquilamente me hubiera posado sobre la vía para, andando con normalidad, subir a la superficie como si tal cosa y llegar así a mi puesto de trabajo. Como mucho, anunciando a aquellos que estuvieran esperando al metro en mi destino que el tren no iba a llegar hasta pasado un rato más.

Mientras mi mente elucubraba cómo sería recorrer los túneles vestido de Superman, el tren ha entrado en la estación. Una vez dentro del vagón y yendo apretujados, más que nunca, seguramente fruto de la larga demora, entonces, yo mismo me he preguntado, ¿si yo fuera Superman, para qué bajaría al Metro?

Feliz Lunes.

 
 
 

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