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Confianza

  • Pablo Merino Prota
  • 19 mar 2020
  • 4 Min. de lectura

El salón de su casa era prácticamente cuadrado. A simple vista nadie notaría la diferencia de medida entre los lados. Se acababan de mudar a ese apartamento y todavía se notaba porque estaba poco amueblado. El salón únicamente contaba con un pequeño sofá de dos plazas en uno de sus lados, un par de baldas en el opuesto y una pequeña mesa junto al sofá donde habían dejado un par de revistas y varios libros. El resto estaba lleno de cajas de cartón sin abrir. Era el inicio de una nueva vida de Ana y Sofía como pareja. Llevaban solamente unos meses juntas, pero habían tomado la decisión de irse a vivir juntas. Hoy es el segundo día que llevaban cohabitando en ese piso y ya habían tenido su primera discusión.

–Ana, esto no tiene sentido. ¿Cómo crees que me siento? Es que es una tontería y no entiendo por qué me tienes que mentir en algo así

A lo largo de la discusión habían estado hablando y gritándose por toda la casa, como si bailaran un vals. Sin embargo, ahora se encontraba Ana de pie frente a Sofía, que estaba sentada en el sofá y echa un ovillo sobre sí mismo en un acto de protección. Entonces, Sofía empezó a balbucear aunque fue Ana la que siguió su arenga sin dejar que pudiera llegar a expresarse adecuadamente.

–Mira, no te entiendo. De verdad que no. Es que no es tan grave. Cuéntame la verdad de una vez. Si con eso basta–Ana se desesperaba y su enfado se empezaba a tornar en nerviosismo.– Cariño, no entiendo a qué vienen tantas medias verdades.–dijo mientras se acercaba a abrazarla– Si a mí la historia me da igual porque pasó antes de que tú y yo nos conociéramos, pero no llego a comprender el porqué de las mentiras. Yo no te voy a dejar de querer por algo así. Va cielo, que no pasa nada

Ana intentaba poner paz ya en una situación que se les había ido de las manos y, que sin duda, había afectado más de lo que esperaba a Sofía. Era un tema sin ninguna importancia y había desembocado en una discusión a la par estúpida e innecesaria. Además, justo cuando se acababan de ir a vivir juntas.

Ana estaba ya desesperada. Para colmo, ella no era una persona que comprendiera muy bien los sentimientos de otras personas y no sabía si seguir abrazándola o cómo actuar.

Por su parte, Sofía estaba completamente abrumada porque entendía qué había podido suceder para que ella dijera aquella sarta de mentiras sobre su pasado. Había sido inútil. Eran mentiras inconsistentes y que no llevaban a ninguna parte. Estaba plenamente arrepentida. No obstante, ahora, tampoco veía cómo podría salir del atolladero y se sentía vulnerable. Había engañado a la persona que más quería en ese momento sin que nadie se lo hubiera exigido.

–Escúchame, cielo, –acabó diciendo Ana ya más calmada mientras seguía abrazada a ella.– yo voy a seguir abriendo las cajas que van a nuestro cuarto. Tómate el tiempo que necesites, y luego hablamos.

Se despegó de ella, se levantó dándole un beso y partió por el pasillo hacia su habitación.

Desde el salón llegaban los ruidos que indicaban que Ana estaba peleándose con la cinta americana que habían utilizado para cerrar las cajas. Sofía, se fue incorporando, se llevó las manos a la cara mientras pensaba en el hoyo en el que ella sola se había metido y se acercó a la cocina, cogió un vaso, y bebió agua. Qué podía hacer para arreglarlo era su única preocupación.

Ana llevaba ya un rato colocando los primeros libros que iban saliendo de las cajas en la estantería de su habitación cuando oyó los pasos de Sofía acercándose. Empezó a notar alivio al pensar que por fin podrían pasar página de esa situación tan extraña y aclarar las cosas.

Cuando intuyó que ya estaría a punto de llegar a la habitación, se dio la vuelta para recibirla con los brazos abiertos y una sonrisa pacificadora. Sin embargo, al verla aparecer tras doblar el recodo del pasillo bajó completamente los brazos y se quedó paralizada. Con un hilo de voz consiguió decir “¿pero qué coño?”.

Allí estaba Sofía, ante ella. Completamente desnuda. Bueno, más que desnuda. No tenía piel ninguna. Parecía uno de esos dibujos que se ponen en los libros de anatomía para explicar los músculos del cuerpo humano: tenía el cuerpo en carne viva con la sangre cayéndose sobre ella, los ojos y los dientes parecían estar flotando en un mar de fibras de hilo rojo. Tiras de carne le colgaban de las zapatillas, lo único que se había dejado sin quitar y hasta donde había llegado para arrancarse la piel y un par de trozos todavía quedaban, remanentes, en la parte alta de su cráneo. Era curioso porque con ello conseguía que todavía le cayesen dos mechones de su largo y precioso cabello, ese que tanto otrora le hubo gustado a Ana.

–Ahora sí que no puedo ser más transparente contigo

 
 
 

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