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Acentos

El Metro de Madrid es un lugar extraño. Muy extraño en mi opinión. Para empezar resulta alucinante que algo así pueda funcionar a tantos metros bajo tierra. Cuanto más lo pienso más me abruma. Pero esta vez lo digo por toda la amplísima variedad de cosas que se ven al descender desde la superficie.Es la misma gente que te cruzas por la calle, lo que pasa es que al ser un recinto cerrado en el que compartes un espacio muy reducido por varios minutos con esa misma gente, da más tiempo a percatarse.

Hace unos días, por ejemplo, apoyado contra una de las paredes del vagón vi un chico joven, rondaría los treinta años, alto, con barba y vestido con vaqueros y una cazadora de alta montaña. Parecía un chico más, pero al fijarme vi que llevaba una bolsa de plástico translucido que dejaba claramente adivinar que en su interior había un felpudo de tela marrón, grande, incluso sobresalía ligeramente de la bolsa, y que tenía unas letras escritas sobre la propia tela. Prestando más interés pude deducir que ponía “We are a happy family”, que traducido al castellano significa “Somos una familia feliz”. Entonces, presté más atención a aquel chico. Ese chico no mostraba abiertamente ningún signo que indicara que tenía familia, sin embargo, no suele existir un rasgo diferenciador entre las personas que poseen familia o que viven en una. Lo que sí sé es que no llevaba ninguna alianza matrimonial ni restos de vómitos de bebé. Abstrayéndome de todo eso empecé a divagar en qué clase de persona pone en la puerta de su domicilio un felpudo declarando lo feliz que es su familia. No es algo que entienda mucho. No veo la razón. Si de verdad sois felices no hace falta anunciarlo, y si es mentira, o una verdad a medias, es una auténtica estupidez. Además, la felicidad no es algo que sea constante en el tiempo y es un sentimiento muy volátil y subjetivo. En todos los sentidos. ¿Y qué es una familia feliz? No sé, no me queda claro y solamente llegué a la conclusión de que era sumamente pretencioso ese felpudo. Ni tiene sentido un felpudo así ni que yo me presente diciendo “Hola, soy Pablo y soy un dinosaurio”.

No obstante, llegué a mi parada, me apeé y el felpudo siguió recorriendo la línea, al menos una parada más.

Hoy, al entrar en el vagón camino de casa no he podido evitar fijarme en una chica que estaba sujeta a una barra justo en la puerta del vagón que ha parado delante de mí. La chica no era guapa, era bella. Tenía tal belleza que impactaba, era atrayente, me ha sido muy complicado retirar mis ojos de los suyos. Es cierto que a lo largo del día, en mi ciudad, se ven chicos y chicas bastante guapos, pero ella sobresale incluso en ese nivel. Es una belleza de museo, digna de ser pintada por Rubens o por Velázquez. Sus ojos color miel, tan grandes, tan redondeados eran sobresalientes, con una mirada cautivadora, dulce y serena; su nariz me ha despertado un sentimiento rarísimo, deseaba ser diminuto y deslizarme por ella como si fuera un tobogán. He sentido unas ganas irracionales de esculpirla en mármol y escribirle un poema a sus castaños y ondulados cabellos. Cualquier cosa que dijera sonaría vacuo y vulgar al lado de ella.

Reconozco, no obstante, que un par de veces la he mirado descaradamente, prendado ante tal visión, y disimulando luego torpemente, como si estuviera mirando en esa dirección por casualidad. No ha pasado de ahí si ella la segunda vez no me hubiera guiñado un ojo. Reconozco que me he puesto nervioso, he sentido que mi pulso se aceleraba al máximo; tampoco es que esté muy acostumbrado a algo así.

Nervioso, temblando, me he acercado a ella. Estoy seguro de que yo parecía un flan. Fruto de mis nervios, sin duda, como no sabía qué hacer o qué decir, la he preguntado, fingiendo acento inglés si me podría enseñar Madrid porque estaba un poco perdido. Para mi sorpresa, se ha mostrado en plena sintonía con la idea y parecía entusiasmada. Entendí en ese momento que cabía la posibilidad de una atracción bidireccional. Cuando me ha preguntado mi nombre he respondido que me llamaba James. Ha sido intuitivo pensando en James Rhodes, el pianista.

Según íbamos caminando hacia el Templo de Debod, íbamos hablando de muchas cosas. Yo me sentía muy a gusto con ella y se notaba que fluía algo entre nosotros. En un momento de la conversación le he preguntado por sus gustos musicales, al contestarme que tenía poco interés por esta materia, he aprovechado y sobre la marcha me decidido llevar al final mi suplantación diciéndole que yo era el propio James Rhodes. No lo conozco de nada personalmente, pero lo idolatro tanto, y lo considero que es tan buena persona, que he caído en la tentación sin pensármelo dos veces, pensando que quizás no se enfadaría conmigo mucho. Si hubiera sido el siglo XVIII, hubiera dicho que me llamaba J. S. Bach.

Tras visitar el Templo de Debod, le he dicho que necesitaba una buena taza de café, y le he pedido que me llevara a alguna cafetería típica de Madrid. Yo esperaba haber acabado en un Viena Capellanes, o en el peor de los casos en un Manolo Bakes, pero finalmente hemos tomado asiento en una cafetería Starbucks. Además, me sentía un poco, una mezcla de Gabino Diego en Amanece que no es poco, con el gigante de Big Fish. Necesitaba un descanso fingiendo, y entre sorbo y sorbo era más fácil.

Ahora mismo, estoy esperando a que me llamen para recoger mi frapuccino, mientras sus ojos me miran y brillan incandescentes derritiéndome. De repente, una voz grita mi nombre falso:

-¡James Rhodes, ya está su bebida!

-Sí, ya voy-digo con mi acento de chulapo, completamente inconscientemente.

-¿Pero tú no eras de Londres?-me recrimina totalmente enfadada mientras se levanta y se va espantada. Si supiera, encima, lo mal que se me da la música…

Y aquí estoy, visitando Madrid con un frapuccino del Starbucks y diciendo que soy James Rhodes.

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