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Convenciones sociales

Una noche de agosto, no muy calurosa para la zona y la época del año en donde estaban. Corría la brisa marina haciendo bailar a las servilletas con los cubiertos ya colocados sobre la mesa de madera a punto de ser utilizada por cuatro personas.

Poco a poco, se fueron sentando los cuatro comensales. Se fueron saludando, se estrechaban la mano, unos abrazos altamente resonantes, los primeros chascarrillos… era lo lógico sabiendo que los cuatro eran viejos amigos.

La mesa estaba situada sobre una terraza construida en voladizo sobre el mar, decorada con juncos de madera y hojas de palma que acariciaban en ese momento al viento. Era todo idílico y daba pie para una velada de lo más agradable posible. Al menos, en ese preciso punto del mundo. La atmósfera era templada y junto con la brisa, el aroma salado del mar y la hora que era, todo invitaba a una buena conversación y a un magnífico tiempo para el disfrute. Al poco de estar los cuatro sentados, llegó el camarero para reclamar las comandas:

-¿Qué van a pedir los señores?-exclamó mientras analizaba de reojo a cada uno de los allí presentes. Pudo contemplar a su izquierda más próxima a un hombre moreno de pelo corto así como barba tupida ya canosa, unos ojos azules penetrantes y una sonrisa jovial. Un poco más allá se sentaba una mujer alta, esbelta, también morena y de pelo largo y castaño que vestía con un mono de color beige escotado en pico; muy elegante. Justo en frente de ella se sentó un hombre excesivamente gordo y cuya cara, incluso, parecía más hinchada de lo normal, vestido con una camisa de lino verde que dejaba ver por la falta de botones abrochados un pecho muy peludo y lleno de goterones de sudor que bajaban como ríos producidos por el deshielo de una montaña. A la derecha del camarero se sentaba una señora que, aparentemente, tendría unos pocos años más que sus colegas, con el pelo totalmente blanco y recogido, y llevaba puesto un vestido azul marino y su cuello quedaba adornado por un precioso y refinado collar de perlas.

-De momento, tráenos una botella del vino tinto de la casa-dijo la mujer del mono beige.- ¿Os parece bien?- añadió mirando a los demás y buscando un gesto de confirmación que no llegó porque todos estaban, aparentemente, muy enfrascados en la lectura de las cartas que les tapaban completamente la cara en ese momento.

Por un instante, el camarero se quedó inmóvil dubitativo hasta que el hombre gordo dio las gracias y terminó por irse.

Transcurridos unos minutos en los que ya hubieron decidido sus pedidos, el camarero regresó a la mesa, sirvió cuatro copas de vino y dejó el sobrante en el centro de la mesa para finalizar apuntando en una PDA qué deseaba cada comensal.

La cena se fue desarrollando con normalidad y sin que ninguno de ellos se hubiera dado cuenta, habían consumido los postres cuando el camarero llegó con los cafés y la cuenta. Cuando éste se hubo ido, el de los ojos azules siguió hablando.

-Pues como iba diciendo, la semana que viene, el viernes por la tarde me operan la rodilla. ¡Vaya guerra me lleva dando desde que me hice el esguince! Bueno, ya os contaré qué tal ha ido. Es una pesadilla, pero, ¿qué le vamos a hacer?-Casi no había terminado de hablar cuando la mujer de las perlas se levantó y rápidamente con un movimiento ágil sacó una pistola y sin que nadie pudiera actuar disparó tres veces sujetando el arma con las dos manos contra el hombre que tenía la palabra en ese momento. Dos de los disparos le reventaron el pecho, mientras que el tercero le abrió un boquete enorme en la frente dejándolo chorreando de sangre en todas direcciones: sobre su camisa, los platos, la mesa, los que fueron sus amigos… En un segundo estaba totalmente vencido con el cuello doblado hacia su espalda de forma que de frente ya solo se podía ver su enorme boca abierta y si se miraba desde arriba se verían sus dos azules abiertos de par en par y con expresión de terror. La estupefacción del resto era absoluta. El ambiente parecía haberse petrificado por completo y nadie reaccionaba, como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Lo único que se movía era el humo que muy lentamente, como a cámara lenta, salía del cañón de la pistola.

-¡Qué pesado, coño! ¡Todo el día quejándose!-gritó por fin rompiendo la parálisis mientras se guardaba el arma en el bolso y se sentaba. Entonces, en una sucesión de movimientos en el más puro de los silencios, tomó la pequeña asa de su taza de café con el pulgar y índice, se lo bebió de un solo trago, separó la silla de la mesa haciendo un estruendo terrible y ante la atónita mirada de la gente, se levantó, tiró un billete de cincuenta euros sobre la mesa y se fue de allí tranquilamente.

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