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Manoteras

Como cada mañana, Ángela bajó del vetusto y feo coche del Metro, subió los doce peldaños que separaban el andén del vestíbulo y salió hacia la calle para encaminar sus pasos en dirección al edificio donde pasaba todas sus mañanas de lunes a viernes de siete a quince. Era un paseo que se hacía largo, eterno, rodeado de muros de hormigón sin ningún tipo de adorno, la valla que separaba la calle de la carretera que pasaba paralela, y lo adoquines grisáceos y sucios del suelo. Su caminar era renqueante y monótono, cada paso que daba suponía un esfuerzo tremendo como si llevara una esfera de acero enganchada a su tobillo derecho tal y como podía imaginar cualquiera a un preso de película antigua. Sin embargo, como cada mañana, sin desearlo llegaba dos minutos antes de la hora prevista de entrada. Lo justo para poder fichar y subir a su sitio.

Ángela trabajaba en un edificio de oficinas totalmente nuevo, de forma prismática rectangular y paredes grises que se veían interrumpidas cada pocos metros por una cristalera que marcaba el espacio que le correspondía a cada planta. Era, por tanto, lo que puede considerarse un edificio horrible. Pese a todo, la fealdad de la que hacía gala el arquitecto que lo había diseñado, quedaba totalmente camuflada ya que todos los edificios que rodeaban a éste, eran totalmente idénticos y constituían un panel de hormigón y vidrio imbuyendo a todo un barrio un aspecto de continuidad, frialdad y solidez industrial.

Embutida en los mismos pensamientos de desolación, aburrimiento y malestar que le llevaban acompañando los últimos trece años, Ángela llegaba casi al final de su recorrido cuando se percató de que entraba en el recinto empresarial rodeada de muchas personas que como ella, cada mañana, entraban a trabajar en aquel parque nada florido al servicio de multinacionales. Miró su reloj y pensó que por unos minutos que llegara tarde por primera vez en mucho tiempo, nadie podría decirle nada. Divisó entre las personas a una mujer que tensría una edad, o así aparentaba, similar a la suya y la siguió por el complejo. Pasaron su edificio, que era el primero, rodearon otro más y finalmente llegaron a donde la completa desconocida se dirigía. Se fue fijando durante su desvío que el resto de edificios tenían exactamente la misma configuración que la del suyo: mismos tornos para fichar, misma barra en la recepción, misma chica joven y atractiva sentada al otro lado, mismo equipo de vigilancia, misma decoración y mismos muebles. Aunque, a decir verdad, en el último edificio, donde ella se encontraba en ese momento, los dos sofás que acondicionaban la entrada para visitantes se encontraban en la esquina opuesta.

Decidida a continuar investigando la peculiaridad de ese espacio de trabajo, aprovechó que uno de los tornos se acababa de abrir, hizo el amago para pasar su tarjeta de empleada y que nadie notara nada y llevó sus pasos hacia los ascensores. Estos, también idénticos a los de su edificio, mostraban la misma indiferencia hacia los que en ellos montaban; pulsó el número dos en el marcador y se dejó llevar como si estuviera yendo a su puesto.

Cuando llegaron a la segunda planta, las puertas se abrieron dando paso a un distribuidor que tampoco difería en nada a lo que ella veía todas las mañanas. Como en el sitio donde ella acudía a diario, lo primero que podía observar era un marco con un cuadro explicativo de las salidas de emergencia, los planes de evacuación y la situación de los elementos de extinción del fuego y alarma. Miró a un lado y donde ella recordaba presenció la puerta del aseo de hombres, miró al otro y vio dos puertas, una para el aseo de mujeres y otra para los puestos de trabajo. Sin dudarlo, fue en esa dirección, abrió la segunda de las puertas y contempló una sala de trabajo que en nada se podía decir que difería mucho con respecto a su sitio de trabajo: contaba con la misma disposición, los mismo cubículos de donde solamente sobresalían unas pantallas de ordenador, un par de estanterías al fondo de la sala y las mismas cristaleras con los estores en diversas posiciones tamizando la luz exterior. Solamente cambiaban las vistas que por supuesto, no eran las mismas que desde su oficina. Con interés, se acercó al que calculó era su cubículo en el otro lado para ver quién se sentaba allí.

Cuando dobló la esquina del mueble y se asomó al sitio, no había nadie. Al principio, por mera curiosidad se sentó en la silla. La silla y el ordenador sí que eran distintos. La silla tenía otro color y forma, de acuerdo con el color corporativo de la empresa en la que se encontraba ahora y el ordenador era de otra marca, ni siquiera compartían sistema operativo. Aun así, se acomodó un momento esperando que llegara la persona que ocupaba ese sitio. Su intención era simplemente saludarle y comprobar si compartían frustraciones. Pero no llegaba. No llegaba y Ángela sentía la necesidad de irse de allí y ponerse a trabajar, ya llegaba 10 minutos tarde.

Al ver que no venía nadie a ocupar el sitio, alzó su cuerpo, se asomó entre los muebles y observó que ya todo el mundo allí presente guardaba silencio y solamente se oía de fondo el golpear de los dedos sobre las teclas del teclado del ordenador y algún que otro murmullo. Era como ver un marsupial en la sabana oteando el horizonte.

Aunque esa era su intención, irse, llegar a su puesto y sacar otro día adelante, la desazón, el desánimo y los mismos pensamientos que la envolvían en su camino desde el Metro no habían desaparecido así que cayó sin pensarlo en la silla, resopló, encendió el ordenador y se puso a teclear, aunque fuera sin abrir ninguna aplicación ni nada por el estilo.

Nadie notó nada. Nunca. Salía al baño y le seguían saludando, se cruzaba con alguien en la escalera y le daba los buenos días igual que siempre. Así, sin más, llegaron las quince horas, apagó el ordenador y se fue al Metro de vuelta a casa, feliz por haber cumplido otro día.

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