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  • Reiniciando Relatos
  • 18 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

Muy a menudo me planteo cómo sería mi vida si yo fuera famoso. Aunque ser famoso sea una cuestión binaria, es decir, o se es o no, sí es cierto que hay grados y yo me imagino a mí mismo más como un famoso medio que como alguien mundialmente conocido. En mi cabeza suelo verme como algo más que una joven pintora incipiente en el ámbito cultural de su ciudad, pero alejado de un jugador de fútbol de un equipo grande e histórico como el Real Madrid o el Bayern de Múnich. Suele ser algo más como un presentador de un programa de concursos en la televisión: el típico que cae muy bien a las personas mayores que lo ven después de una siesta ligera por la tarde.

Entonces, hay días que me levanto y siento que soy medianamente conocido e intento capear la fama en mis tareas habituales. Por ejemplo, son las siete de la mañana, estoy desayunando y a pesar de estar tomando un simple café con una tostada con aceite de oliva, pienso que es una forma humilde de recordarme desde primera hora de la mañana que la fama y el dinero no se me pueden subir a la cabeza.


Luego, si voy a hacer la compra y el pescadero tarda un poco más de la cuenta en prepararme las lubinas o corta la rodaja de salmón más ancha de lo que le he pedido, le empiezo a mirar mal y en el peor de los casos empiezo a rechistar un poco. De esta forma trato de dar a entender que por mi condición de famoso hay cosas que yo no tengo por qué aguantar, que me lo he creído un poco, pero que no llego al punto de montar un pollo. Vamos, sigo en el nivel de famoso medio. Sin embargo, siempre me despido con un buen gesto y deseando que tenga un buen día para que note que conservo mi cercanía y sigo siendo el que vive en ese barrio desde que nació. Cuando luego estoy volviendo a casa, si alguien me mira, aunque sea rápidamente y con discreción, siempre pienso que es porque me ha reconocido, pero no se atreve a pedirme un autógrafo o una fotografía o tan siquiera le importo tanto, o finalmente, que le suena mi cara pero no sabe de qué.


Cuando estoy en el trabajo -aunque es más común que me pase en fin de semana- delante de mi puesto de trabajo me da por pensar que mis compañeros se imaginan que al salir de allí a las cinco, me voy en coche a grabar el programa que se emite justo antes del informativo. Así manejo el glamour de los focos y las cámaras con las constantes veces que el sistema operativo no reacciona o los gritos de mi jefe por no entregar mi trabajo a tiempo. Pienso en esos momentos que él me está gritando, pero yo llego a casa y soy un famoso con las comodidades que ello conlleva.

Hay días que me he sentido famoso jugando en el parque con mis sobrinos y no paro de mirar en todas direcciones para comprobar que no están haciendo fotos los periodistas del corazón. No por mí, que me da igual, sino por ellos porque no tienen por qué aguantar ese acoso o que su cara salga en las revistas.


Pese a ser famoso, nunca he llamado a un restaurante y he intentado colarme si está todo reservado dando mi nombre, por ejemplo.


Ayer, era la boda de mi hermana y coincidió con uno de esos días en los que me sentía famoso. Como siempre he actuado con responsabilidad y lo he intentado llevar lo mejor posible, comportándome con normalidad como uno más de sus hermanos: diciendo tonterías y bebiendo más de la cuenta.


Eso sí, ha habido un momento en que me he acercado a mi cuñado y le he hecho saber lo importante que era para mí estar allí, dando a entender, aunque sin llegar a decirlo, que podría tener otros eventos a los que acudir en mi condición de famoso. A saber, una fiesta o una entrega de premios que muy probablemente yo presentaría.


Todo estaba yendo perfectamente hasta que una señora de mediana edad se ha acercado a mí a pedirme que les hiciera una foto a ella y otras amigas. Entonces, al devolverle la cámara me ha preguntado que quién era yo y de parte de quién venía.

—Soy Roberto Leal—he respondido sonriendo y tendiendo la mano para estrechar la suya—, y vengo de parte de la novia.

—Anda, ¡qué casualidad!, como el que sale por la tele…

—Bueno… sí, no como, sino el de la tele—he interrumpido y ante su cara de extrañeza he agregado mientras mi mano derecha giraba entorno a mi cara—. Es por el maquillaje.


 
 
 

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