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Martina

A pesar de sus ochenta y cuatro años recién cumplidos, Martina se levantó con la misma vitalidad y ganas de disfrutar que el día anterior y el anterior. Como prácticamente todos los días de su vida. Tenía en el cuerpo más energía que muchos de los universitarios que vivían en su mismo bloque. Se seguía levantando a las siete de la mañana, se seguía haciendo un café donde mojaba seis galletas, se vestía tranquilamente y como todos los días sin excepción, tras una buena ducha de agua fría, encendía la radio para que Iñaki Gabilondo le ayudara con todas las tareas que ocuparían su mañana. Se preparaba para coger su carrito e ir a comprar en el mercado que tenía a dos manzanas de su casa. Alargaba su paseo más de lo estrictamente requerido para ver las primeras horas del amanecer madrileño. Martina no conocía más allá de su barrio, pero poco le importaba. Le encantaba saludar a todos aquellos madrugadores que con el alba levantaban el cierre de aquellos negocios que habían acompañado su infancia, su juventud y su madurez en Chamberí. Algunos, no pocos de ellos, se habían ido recientemente arruinados por la situación económica y los altos alquileres, pero Martina seguía saludando a los nuevos arrendatarios de los locales. Tantos años dedicándose a sacar a una familia adelante y otros tantos después de viudedad, le habían enseñado a tener todo perfectamente organizado y preparado para poderse regalar un buen rato para ella misma hasta que llegaran sus nietos a comer cuando salieran de clase. Era todo una bendición para ella que sus dos hijas y sus maridos tuvieran esos horarios tan pésimos de trabajo porque le permitían gozar de ellos. Gozaba terriblemente con verlos allí, comiendo mientras los veía crecer día a día e incluso daba gracias cuando alguno se quedaba estudiando toda la tarde hasta que su padre o su madre pasaran a recogerlo. Por suerte para Martina, sus nietos siempre le habían dado la razón cuando discutía con sus hijas sobre lo bien que iban a estar en su casa frente al comedor del colegio o la cafetería de la universidad. Cuando la tarde acababa y la noche traía calma, ella aprovechaba para leer una buena novela o repasar de vez en cuando los poemas de Salinas, escuchar música –había redescubierto la música últimamente gracias a los discos, Love of Lesbian le fascinaba, que su nieto, le traía grabados en su iPod- o veía una película en la televisión. En otras ocasiones iba a tomar una cerveza bien fresquita con las amigas, esas que le acompañaban desde que se sentó en el primer pupitre y escuchaba historias de los maridos de estas o les enseñaba lo que había aprendido el fin de semana anterior con la familia. Lo que no consigo entender es qué es eso de un laic les decía. En eso también se distinguía de ellas.

Sin embargo, esa tarde fue algo distinta a las demás. Ningún nieto quiso quedarse allí después de comer y lo aprovechó para pasar la aspiradora. Ya había pasado su habitación y la de invitados y cuando se encontraba en su salón comenzó a darle vueltas a la cabeza. Empezó a reflexionar sobre su vida y progresivamente fue enfadándose hasta tal punto que tuvo que parar. Sin ella saber muy bien por qué, de repente, empezó a salir un odio profundo de su interior. Su odio emanaba porque viéndose pasando la aspiradora completamente sola, le recordó que desde pequeña había vivido subyugada a un varón y había tenido que sobrevivir, o mejor dicho, hacer sobrevivir a muchas personas sin haber oído un agradecimiento por ello. Se acordó en esos momentos de su padre, que la obligó a dejar los estudios sin poder hacer carrera universitaria porque simplemente era mujer. Se acordó de las lágrimas cuando veía roto su sueño de estudiar Físicas en la Complutense. Le vino a la cabeza el día de su boda, en el que las lágrimas no eran de emoción sino de ver que se casaba por la posición social de su marido. Le cayeron encima los años que aguantando estuvo sin poder decir nada, nunca, de lo que pensaba o de lo que deseaba. Empezó a llorar cuando recordó todas y cada una de las veces que se había cerrado la boca metafóricamente con cinta y se había tragado los desplantes de su marido. Volvió a los momentos en los que ella se dedicaba a todo aquello, a lavar platos, a guisar, a limpiar… porque era lo único que su padre o su marido habían considerado que podía hacer. Siempre atada. Tú no vales, eres mujer le habían repetido constantemente. También le hirvió la sangre por comparar todo aquello con la libertad que su nieta, Clara, tenía ahora. Era la noche y el día su historia con la que esa misma mañana le había contado comiendo. Lo normal era que se alegrara por ella, pero no era así. Increíblemente unas horas después y simplemente por pensar en ello se había cogido un rebote tremendo cuando, como ella misma se decía, debía estar alegrándose. No era así. Si por un segundo alguno de ellos hubiera vuelto a la vida, le hubiera arreado con la aspiradora que en ese instante sostenía paralizada agarrando el tubo con sus manos. ¿Era porque pensaba que Clara estaba siendo ingenua y que las cosas no habían cambiado tanto como parecía?

Y tan rápido como vino, se esfumó su cabreo. Pero no por Clara, sino por ella. Porque acto seguido se dio cuenta de que su padre solo tuvo una hija, una única hija, lo que le torturó siempre. Al igual que a su marido: dos hijas. Pero por si eso fuera poco placer, el tiempo había puesto a cada uno en su sitio, el que se merecían, y al día siguiente, mañana, ella vería pasar a sus nietos por la puerta y según se fueran sentando a comer se volvería a sentir la mujer más afortunada del mundo.

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